Full text: Buridán

  
  
  
ALE 
LA CORTE DE LOS MILAGROS 
Hemos dejado a Buridán y a sus com- 
pañeros ante la puerta de una casa de la 
Corte de los Milagros. Ya hemos dicho 
que junto a la puerta se alzaba una pérti- 
ga, en cuya punta se balanceaba un pe- 
dazo de carne sanguinolenta. 
Esta pértiga era la bandera de la Cor- 
te de los Milagros, e indicaba que aque- 
lla casa era la del rey. Porque allí había 
un rey, lo mismo que en el Louvre. 
En efecto: en cuanto unos cuantos horm- 
bres constituyen una sociedad, cualquie- 
ra que sea el objeto de esa sociedad, se 
creerán incapaces de respirar si no se s0- 
meten a la tutela de un amo. Acerca de 
esto podrían hacerse muchas reflexiones; 
pero como estamos aquí para contar una 
historia y no para entregarnos a conside- 
raciones filosóficas, que en nada modif- 
carían las convicciones de nuestros lee- 
tores, y que, en cambio, podrían fatigar- 
les, nos contentaremos con resumir todas 
las reflexiones intempestivas en estas pa- 
labras: 
Había un rey en la corte de los Mila- 
gros. 
Este rey se llamaba Hans. Era un bár- 
baro. Estaba dotado de una fuerza her- 
cúleá. Cuando había que matar un buey, 
Hans se acercaba, se remangaba los bra=- 
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ad 
zos, balanceaba en el espacio su puño ce- 
rrado y lo dejaba caer sobre el testuz del 
animal, que se desplomaba aturdido, 
muerto casi siempre al primer golpe. 
Todos le temían, pero también le res- 
petaban. 
El temor lo inspiraba su fuerza. El res- 
peto significaba que nadie sabía a punto 
fijo lo que Hans pensaba. 
Era taciturno. Á veces lanzaba carca- 
jadas burlonas que asustaban. Sorpren- 
dían en él sonrisas de lástima o de despre- 
cio. Asistía a todas las comilonas de la 
Corte de los Milagros, pero sólo para man- 
tener el orden. No llegaremos hasta decir 
que no le habían encontrado nunca borra- 
cho en medio de la calle; pero, en suma, 
parecía que tenía una idea vaga de la dig- 
nidad, lo cual bastaba para mantenerle 
muy por encima de la inmunda gentuza 
que gobernaba. 
Lancelot Bigorne, haciendo seña a Bu- 
ridán de que le siguiese, entró en la casa, 
es decir, en el Louvre de Hans. 
En el piso bajo había una vasta estan- 
«Cia, lena de armas de todas clases. 
En el hogar hervía no sabemos qué ba- 
zofia en una inmensa olla, pendiente de 
una cadena. Delante del hogar hilaba cá- 
ñamo una vieja, muy vieja, con la cabe- 
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