Za temblona; una vieja que tiritaba de
fiebre.
—¿En dónde está Hans?—preguntó Bi-
gorne.
La vieja señaló el techo con el dedo
para indicar que el rey estaba en el piso
alto,
—¿Va a bajar? —preguntó nuevamen-
te Lancelot.
La vieja dijo que sí con la cabeza.
—Pues bien—exclamó entonces Lan-
celot sin volver a preocuparse de la vie-
ja —podemos instalarnos aquí. Cuando
baje Hans veremos lo que se ha de hacer.
Hans es un personaje al cual no conviene
molestar. Lo mejor que podemos hacer,
Pues, es esperar que Su Majestad truha-
nhesca se digne venir a vernos.
Desde el hogar, la vieja dejó oir un gru-
ñido de aprobación. Guillermo Borrasca
y Riquet Handryot habíanse acomodado
ya en unos bancos, y el primero murmu-
raba:
— ¿Encontraremos siquiera algo que
beber en este país de truhanes?
—i¡ Valor! —decía entretanto Buridán a
Gualter, que, con la cabeza entre las ma-
hos lloraba, sollozando ruidosamente.
—¡Mi pobre hermano ha muerto!-—re-
betía Gualter.
El dolor de aquel gigante era espan-
toso.
Y en efecto, no era posible dar otra ex-
Plicación a la desaparación de Felipe
d'Aulnay. Felipe había salido de la Torre
de Nesle al mismo tiempo que ellos, y
hasta que llegaron a la Corte de los Mi-
lagros no advirtieron que Felipe no los
acompañaba. ¿Qué había podido suce-
derle?
Bigorne era el único que conocía per-
fectamente el estado de ánimo de Felipe,
Y pensaba que había debido tirarse al
agua para poner término a una pasión
Sin solución posible. Esta era su opinión;
Pero se la reservó, Buridán creía que Fe-
BURIDAN
lipe, en un acceso de locura, había debi-
do dirigirse al Louvre para tratar de ver
a Margarita.
Y por último, Gualter pensaba que Fe-
lipe, al separarse de ellos por un motivo
cualquiera, habría tropezado con la ron-
da, que le habría detenido.
Pero cada una de estas suposiciones
conducía fatalmente a la misma conclu-
sión, la muerte de Felipe.
Y Gualter, que pocas horas antes abri-
gaba una cólera sorda contra su herma-
no, que le había impedido matar a Mar-
garita, Gualter, que estaba dispuesto a
esgrimir su espada contra él, le lloraba
amargamente y murmuraba:
—¡8i siquiera supiese a qué prisión han
llevado a mi pobre hermano!
—¿Qué harías? —le preguntó Buridán.
—i¡lría a reanirme con éll — sollozó
Gualter.
—Puedes hacer otra cosa mejor—dijo
Buridán.
—¿El qué?-— preguntó Gualter, entre-
viendo ya una vaga esperanza. :
—Salvarle— contestó fríamente Buri-
dán—. Somos cinco. Y cinco hombres re-
sueltos, dispuestos a sacrificar su vida, si
es necesario, valen por un ejército. |
—¡Es verdad! ¡es verdad! — murmuró
Gualter jadeante—. ¡Ah, Buridán! ¿de qué
no serás tú capaz? Un hombre como tú,
¿no debía ocupar el lugar de Marigny?
Buridán sonrió, pensando que aquellas
palabras concordaban extrañamente con
las ofertas que Margarita de Borgoña le
había hecho.
—Mientras llega el día en que me nom-
bren primer ministro-—dijo-- nos vemos
reducidos a buscar un asilo en la Corte
de los Milagros. P
—Es verdad—observó Guillermo—. Los
cinco vamos a tener el honor de medir
nuestras fuerzas con todo París. ¡El rey,
la reina, Enguerrando de Marigny, el
conde de Valois, el gran preboste, los ar-
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