MICHEL ZÉVACO
bre de la doncella que me dió de puñala-
das: ¡Margarita de Borgoña!
—¡Y tu nombre, espectro maldito, no
necesito que me lo digas, porque bien a
menudo ha resonado -en mis oídos, como
un toque de agonía!; ¡tú eres Ana de Dra-
mans!.....
—¡Sí! —respondió Mabel, con terrible y
solemne sencillez, a
—Pues bien-——rugió Margarita—; ¡es la
última vez que ese nombre será pronun-
ciado! ¡Esta vez, por lo menos, mi puñal
acabará lo que comenzó en Dijon!.....
En el mismo instante, Margarita dejó
caer su manto, y desenvainó el puñal
que llevaba colgado del cinturón, sin que
Mabel hiciese un movimiento para huir
o para defenderse,
—¡Muere!—añadió Margarita.
Y dió una puñalada a Mabel en el pe-
cho. E
Mabel no cayó.....
Con mayor violencia volvió a darle
otra puñalada en el mismo sitio.
Esta vez la hoja se rompió.
Margarita retrocedió, aterrada, mur-
murando: ;
—¡Oh! ¿Es verdad que eres hechicera?
- Por toda respuesta Mabel entreabrió
su vestido por el sitio en que la riena ha-
bía descargado el golpe, y mostró una de
esas cotas de malla sutiles, tupidas, que
fabricaban en los talleres de Milán ó de
Toledo, los dos grandes centros de ma-
nufacturas de acero: el uno en Italia, el
otro en España.
Y Mabel añadió:
—Desde el día en que comencé a vivir.
al lado de Margarita de Borgoña, tuve
que precaverme contra el hierro y el ve-
neno. Si fueseis una mujer vulgar, Mar-
garita, os diría: Sí, soy hechicera, y tal
vez lo creeríais, como lo ha creído el rey
Luis, que es vuestro esposo, y como lo ha
creído Carlos de Valois, que debió serlo
mío. Pero en este instante de espantosa
angustia para ambas, el engaño es inútil,
y me contento con afirmaros que si me
herís con vuestro puñal, se embotará la
punta, y que si hubiereis tratado de en-
venenarme, el veneno no me haría nin-
gún efecto, porque desde hace muchos
años he habituado mi cuerpo a los vene-
nos. Ahora, ya sabéis quién soy y lo que
quiero, o, mejor dicho, lo que he querido.
Hace mucho tiempo, Margarita, que es-
toy preparando el lazo oculto en que de-
béis caer. Recordadlo. Yo fuí quien triun-
fó de vuestros primeros escrúpulos y de
vuestros postreros pudores. Yo alhajé
para vos la Torre de Nesle. Yo os envié a
Stragildo. Y desde el instante en que se
desarrolló aquí el primero de esos dra-
mas que constituyen vuestra existencia,
he ido escribiendo la relación de ellos
acto por acto, instante por instante. De
esta manera os he conducido al abismo.
¡Puedo haceros caer en él con un gesto;
si yo quiero, el rey lo sabrá todo. Y aho-
ra, Margarita, he aquí lo que me resta
deciros:
Desde que sé que mi hijo vive, mi ven-
ganza, “durante tanto tiempo y tan cuida-
dosamente preparada, no es ya en mi es-
píritu más que un sueño que se desvane-
ce. Os salvaré si salváis a mi hijo y a
aquella a quien ama.
Margarita permaneció largo rato sin
responder, con la cabeza baja, fijos los
ojos en la hoja de aquel puñal, cuyos pe-
dazos habían caído á sus pies.
Al fin murmuró:
—¿De modo que me das a elegir entre
tu venganza y tu perdón; entre mi per-
dición y la salvación de Buridán?
—Si, os doy a elegir entre la paz y la
guerra. Y os juro—añadió Mabel, levan-
tando la mano hacia el cielo, en el que
las estrellas comenzaban a palidecer—,
os juro que si elegís la guerra, vos se-
réis quien perezca. z
—Pues bien: elijo la guerra. Aunque
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