MICHEL
en el fondo del patio, al llegar al montón
de puñales que relucían en la sombra,
cada una se bajaba a recoger su arma!
Haré lo mismo que ellas, Buridán. Yo
también cogeré un arma que me sirva
para defenderte o para matarme sobre tu
cuerpo si tú mueres,
En presencia de aquella exaltación que
podía apoderarse de él mismo, tuvo Bu-
ridán que hacer un extraordinario esfuer-
zo para conservar su calma y resistir a la
embriaguez de aquel amor heroico que
emanaba de la joven.
—Mirtila, querida Mirtila; esas muje-
res, al ir a la lucha, no corren el horrible
riesgo que tú.
—¿Y qué puedo yo arriesgar más que
ellas?--balbuceó Mirtila.
Dudó un momento Buridán, y, al cabo,
más temeroso que ella misma, én voz baja
respondió:
—Mirtila: si vienes a la batalla; si en
la lucha hieres con el puñal de que ahora
hablabas, a uno de esos hombres que van
a asaltarnos, si muere a tu vista, corres
un riesgo: el de que al bajar los ojos ha-
cia el cadáver te encuentres que es el de
tu padre. |
La joven se puso mortalmente pálida.
Retrocedió algunos pasos, y se ocultó
el semblante con las manos. Buridán la
oyó sollozar débilmente, y tomándola de
la mano la condujo a su habitación, sia
que ella hiciera resistencia, alguna.
Después, y mientras que Mirtila caía
de rodillas para rogar a la Virgen y a
los Santos de su devoción, Buridán, im-
poniendo silencio al amor que en él ar-
día, y obligando a su pensamiento a cal-
marse, descendió a la sala del piso bajo,
donde encontró reunidos a sus compa-
fieros, o
Con ellos se hallaban además Hans, rey
de la Hampa, dúques de Túnez y Egipto,
y algunos condes, maceros y agentes, per-
sonajes importantes en la extraña jerar-
ZÉVACO
quía del reino de los mendigos y truha-
nes.
—Y ahora—dijo Buridán—, puesto que
soy el capitán y vosotros mis tenientes,
vamos a celebrar consejo de guerra.
AA A A A AMARE IS
Transcurrió el día siguiente haciéndose
extraños preparativos por el lado de la
calle de los Francos Arqueros. Las de
San Salvador y Piétres fueron barreadas
en forma que podían asegurar la resisten-
cia de los asaltados por mucho tiempo.
Unicamente la calle de Francos Arque-
ros quedó expedita, según se acordó en
el consejo de guerra en que Buridán ex-
puso su plan.
Y, sin embargo, contra aquella calle
precisamente habían de dirigirse todos
los esfuerzos de los asaltantes. ,
Llegó la noche, envolviendo con sus
sombras la Corte de los: Milagros, en la
que reinaba absoluto silencio.
Pero cada cual se hallaba, sin embar-
go, en su puesto.
Hacia el alba regresó Buridán a su
casa, después de haber trabajado. duran-
te toda la noche én la calle de Francos-
Arqueros. :
Todo quedaba preparado para hacer
una resistencia desesperada.
¿Sería el ataque aquella mañana, o al
siguiente día? ¿Más tarde tal vez? No lo
sabía Buridán, y vivía prevenido. Creía
que el ataque sería inmediato. En efecto:
los truhanes enviados como explorado-
res dijeron que las tropas reales habían
acabado ya de concentrarse; así es que no
solamente creía que el ataque tardaría
poco, sino que lo esperaba de un momen-
to a otro.
Cualquiera que fuese el resultado, era
ya final y decisivo: La derrota y la muer-
te de Mirtila, o la victoria y la felicidad
con ella. :
Tal era la situación al terminar aque-
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