BURIDAN
go te proponía que abandonases a Felipe?
—¡Bien!—refunftuñó Bigorne—; ¡iré al
Lonvre! ¡Si el rey sigue en las mismas
disposiciones, míos son los cascabeles!
—¿De modo— preguntó Gualter— que
no te marcharás sin Felipe?
— Sin duda —contestó Buridán —.
¿Cuándo me has visto abandonar a un
amigo en un peligro?
—Es verdad, querido; pero qué dian-
tre..... Estás enamorado, has hallado a
Mirtila, y aunque no tengo el corazón
muy tierno, hubiese encontrado muy na-
tural que el amor pudiese más en ti que
la amistad. ¡Ay! ¡Felipe, ese hombre su-
perior, de carácter altivo e independien-
te, se ha dejado encadenar por una Mar-
garita!
-—¡Bah! —dijo Buridán—. ¡Ya se le pa-
Sará! : ,
—Si tú me ayudas le salvaremos..... a
- BO ser que sea demasiado tarde, y enton-
—¡A las armas! —gritó una voz en la
talle,
— Bien— dijo Buridán —; ia
esta conversación esta noche, aquí o en
€l reino de Plutón, como decía Leonidas.
Al mismo tiempo salió seguido de Gual-
ter. Lancelot Bigorne se fué tras ellos,
En cuanto a Guillermo y a Riquet, pre-
cisamente en aquel momento se pusieron
a Hogar a los dados.
— ¡Cinco y seis! —exclamó Riquet—. He
ganado,
—¡Has perdido! — replicó Guillermo,
echando sobre la mesa el seis doble—.
Míos son los ricos despojos.....
El rey de la Basoche y el emperador
acababan de jugar a los dados
de Galil
el botín que se proponían recoger en los
cadáveres de sus enemigos.
Desenvainaron, pues, sus largas tizo-
has y se lanzaron a la calle.
Oíase un ruido ensordecedor en la
Corte de los Milagros. Lós truhanes, divi-
+
didos en tres compañías, acudían a la
barricada de San Salvador y a la.de los
Piétres. La tercera partida, menos nume-
rosa, se dirigía a la calle de Praneos Ar-
queros. Espantosos juramentos proferidos
en todos los idiomas del mundo, cruzá-
banse de un lado a otro en una confusión
semejante a la confusión bíblica de la To-
rre de Babel. Las mujeres, en las puertas
de las casas, aullaban. Las viejas lanza-
ban imprecaciones y se mesaban el cabe-
llo, pronunciando por adelantado la ora-
ción fúnebre de los que iban a morir. Las
jóvenes se unían a los combatientes, más
atrevidas, más exaltadas, más feroces que
los mismos trubanes.
— ¡Adelante, haraganes, cobardones!
¡adelante! ¡a salvar a nuestros hijos y a
nuestras mujeres!
—¡Sus! ¡gandules!; ¡sus! ¡a ellos! ¡a los
arqueros!
Oyóse un espantoso griterío por la par-
te de la calle de los Piétres, y casi inme-
diatamente, por la de la calle de San Sal-
vador, los arqueros asaltaban las dos ba-
rricadas.....
En las angostas calles se empujaban, se
encaramaban unos sobre otros; ebrios de
sangre, enloquecidos por el placer de
matar, se acercaban como manadas de
lobos, los unos enviando por los aires nu-
bes de flechas, los otros arrojando sus ba-
llestas para trepar por las barricadas con
el hacha o la maza en la mano.
A los pocos minutos, cincuenta de los
más furiosos coronaban la barricada de
la calle San Salvador, en donde estaba
Valois. Su presencia fué acogida con es-
pantosos aullidos. Los truhanes retroce-
dieron aterrados y los arqueros comenza-
ron a bajar por el otro lado de la barri-
cada.
Entonces adelantóse una mujer, una
mujerzuela despechugada, con la falda
recogida, los brazos desnudos y blandien-
do un hacha. Tras ella precipitáronse una,
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