BURIDAN
no sabemos—declaró la vieja, cada vez
con mayor aspereza—;
contento con poco.
—Sea — dijo Simón, no sin lógica—;
pero es preciso contar con ese poco, por
poco que sea.
-—Ya veremos lo que sucede-—repuso
Gillonne, que en el fondo no las tenía to-
das consigo, y pensaba:
—Pero ¿es que decididamente está liga-
da mi suerte.a la de este condenado Si-
món? ¿Después de haber estado a punto
de morirnos los dos en los calabozos del
palacio de Valois, vamos a morirnos aquí
de hambre? ¿Somos verdaderamente los
desposados de la muerte?
Si Gillonne, por interés, perdonaba o
fingía perdonar a Simón Malingre el robo
de sus escudos, llevado a cabo en las
condiciones que ya conoce el lector, no
por ello olvidaba, y sentía hacia él un
odio feroz, hasta el punto de olvidar su
propia situación para gozarse en la des-
gracia de su compañero.
—Ya veremos en que pára esto—res-
pondió lacónicamente Simón, cortando la
plática.
Transcurrieron las horas, lentas, tris-
tes, y nadie apareció.
Gilloonne comenzó a alarmarse seria-
mente.
Simón Malingre sentía una cólera que
tornaba más repugnante sus repugnan-
tes facciones; una de esas cóleras terri-
bles en esos temperamentos biliosos que
todo lo calculan y lo meditan, más terri-
ble en este caso porque no se manifestaba
exteriormente y porque aquel que la ex-
perimentaba se esforzaba, por el contra-
rio, en conservar toda su sangre fría, y
nO perdía su habitual tranquilidad apa-
rente.
Pero sus ojos estaban rodeados de un
“terco azulado y parecían querer hundirse
en las órbitas; su mirada era más fría
que nunca; las aletas de su nariz se estre-
además, yo me
mecían; los labios delgados, exangijes, se '
contraían, desaparecían en la boca; su
tez, ordinariamente amarillenta, adquiría
un tinte terroso y presentaba en el ¿Un OS
sitios manchas negruzcas.
La hora de la cena había pasado hacía
mucho tiempo. Simón dejó que se desbor-
dase su rabia y su terror. Primero comen-
zÓ por llamar, luego, como sus voces que-
dasen sin respuesta, concluyó por lanzar:
verdaderos aullidos.
Gillonne se encogió de hombros y dijo
burlonamente:-
—¿Para qué tanto ruido?..... Te advier-
to caritativamente que si sigues gritando
de esa manera, te dará sed, y.....
Con un gesto de una ironía que daba
espanto, completó la frase señalando el
cántaro vacío que El caído en un
rincón.
Este argumento pareció hacer mella en
Simón, Dejó de gritar, pero se precipitó
sobre la puerta, que arañó con sus uñas,
golpeándola con los pies y cón los puños
y esforzándose inútilmente en echarla
abajo. |
Gillonne cogió un banco, se sentó ante
el hogar apagado y apoyó la cabeza en
sus manos, decidida a no ver nada, a no
oir nada.
Entretanto, como su acceso de furor se
calmase rápidamente por su misma vio-
lencia, Simón recobró una serenidad 're-
lativa y trató de examinar su situación.
—¡Gillonne!—gimió Malingre.
—¿Simón?—interrogó Gillonne.
—¿Vamos a morir de hambre y de sed
en este condenado agujero, como dos zo-
rras cogidas en la trampa?
—La zorra es un animal inteligente y
astuto—respondió sentenciosamente Gi-
llonne.
—¿Qué quieres decir? Cuando Bigortte
nos encerró dijiste-—me acuerdo perfecta-
mente— Ay ia no hay nada per-
dido...
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