MICHEL ZÉVACO
Al cabo de tres días las heridas de Rol+
ler comenzaban a cicatrizarse. Anunció
entonces a su huéspeda que se iba. La
buena mujer le observó que irse sin aca-
barse de curar era querer matarse; pero
el suizo era testarudo, y además estaba
asaz inquieto.
Habían transcurrido tres días desde el
en que Mabel lo citó en la casita próxima
al cementerio, y la sed de venganza del
suizo, en ese lapso de tiempo, creció más
y más. -
No le cabía la. menor duda de que las
_ puñaladas recibidas se las había admi-'
nistrado un criado de Margarita.
Se vistió, pues, como pudo; salió, rebu=
sando toda ayuda, y consiguió llegar al
domicilio de Mabel. Era al siguiente día
en que ésta había salido de París acom-
pañada de Mirtila..
El suizo hizo prodigiosos esfuerzos para
dominar la debilidad que se. apoderaba
- de él y comenzó a registrar la estancia
que Mabel dedicaba a laboratorio cuando
confeccionaba filtros. No contaremos los
desfallecimientos que el desdichado ex-
perimentó durante aquella jornada. Pero
a medida que sentía retirarse de él el
aliento vital, se hacía mayor y más ava-
sallador su deseo de venganza.
Mabel le dijo que le daría las pruebas
de la infamia de Marzarita, y Mabel no
estaba allí para cumplir su promesa; aún
-más: todo parecía «indicar que no iba a
volver.
Necesitaba, pues, hallar los papeles
acusadores inmediatamente, y vengarse
- antes de morir.
Al anochecer, extenuado, tembloroso,
estremeciéndose por efecto de la fiebre,
estaba ya a punto de renunciar a sus pes-
quisas, cuando, impulsado por inexplica.-
ble instinto, penetró en aquella especie
de nicho. en que Simón Malingre descu-
brió a Mirtila. Vió yn cofre, vaciado por
Mabel al irse, pero abierto, como estaba
abierta también la puerta del nicho. Qui-
Zé la dueña de la habitación había que-
rido que el que entrara en la casa no
pudiera dejar de advertir la presencia del
cofre.
En el fondo de él halló Roller un legajo
de pergaminos con unas líneas escritas
en el que servía de envoltura, y tres o
cuatro escudos de oro junto al aanuscri-
to. Tambaleándose y recostándose en las
“paredes, con el rollo y los escudos, costeó
el suizo las tapias del cementerio de los
Inocentes, en dirección al Louvre.
Anochecía. Los alrededores estaban de-
siertos. Acometido de súbita debilidad
tuvo que recostarse en la tapia, creyendo
que iba a morir allí. :
—¡Dios mio! —execlamó-—. ¡Una hora!
Sólo te pido una hora, y luego haz de mí
tu santa voluntad. : dp ale
Deyoraba con la vista las líneas escri
tas en el pergamino que:servía de envol-
tura, pero no sabía leer.
—Debe deser esto--murmuró—.Pero....
¿si me hubiese equivocado? ¿Sise tratase
de apuntes sin,importancia?..... ¿Me iré a
morir sin haberme vengado?
En aquel momento vió pasar un- hom-
bre, que cantaba a grito pelado, la espada
golpeándole ias piernas, el birrete ineli-
nado hacia la oreja, con todo el ¡aspecto
de un perdonavidas. Roller le hizo; una
seña, y el transeunte, suspendiendo: la
canción, se acercó.
—«¿Sabéis leer?-——preguntóle el suizo a
quemarropa. :
—¡Y hasta escribir! A tal punto, que he
asisti0 o) en la Sorbona durante cinco años
alas ¿cociones del ilustre doctor Cheliet.
Y en prueba de ello, ahora iba a la taber
na del Asno Bachiller, donde tengo cré-
dita abierto. y
—Tomad, pues--dijo Roller, abriendo
su mano.
El bravucón letrado abrió los ojos estu-
petacto y cogió los escudos de oro, que
230