Full text: Buridán

MICHEL 
tas circunstancias pueda influir sobre una 
existencia, desviarla de su curso y, por 
último, cortar el hilo de esta existencia? 
—¿De qué maldición hablas, PUES 
hermana? O add 
—¡Qué importa! —dijo la reina, con im- 
paciencia—. No habéis respondido a mi 
“pregunta. ¡Oh! ¡Las preguntas se agolpan 
a mi pobre mente! —continuó para sí—. 
¿Qué ha sido de Mabel? ¿Qué ha sido de..... 
de mi hija..... de mi rival? ¡Y de ellos! 
¿Qué ha sido de ellos? ¡Oh! Haber tenido 
- en mi poder a esos hombres y..... 
Interrumpióse de repente, se levantó, 
    
- añadió: 
. —Juana, Blanca, escucháadme. Mien- 
tras esos hombres vivan no hay. tranqui- 
lidad posible para mí ni para vosotras..... 
Las dos princesas se estremecieron. 
—¡Que hable uno de ellos —continuó 
sordamente la reina-—, y los misterios de 
la Torre de Nesle serán del dominio pú- 
blico! Y en ese caso, a las tres nos espe- 
ra la muerte ignominiosa y pa en el 
fondo de un calabozo. + 
Juana y Blanca se miraron, palidecien- 
do. Aquel era también el torcedor de su 
existencia. Pero menos expuestas que la 
reina, a causa de la ausencia de sus espo- 
sos, trataban de dominar su inquietud, o 
por lo menos conseguían disimularla. 
—Es necesario encontrarles— dijo Jua- 
. Es ¡preciso que Felipe y Gualter 
d'Aulnay sufran la suerte común de..... 
De los que-les han “precedido—agre- 
g6 Blanca con voz ronca. 
—Estoy maldita — murmuró la reina. 
Durante un instante las tres mujeres 
permanecieron  silenciósas, escuchando 
con la profunda atención de aquellos:qúe 
- saben que una palabra suya que llegue a 
ajenos: oídos puede costarles la' vida. Y 
cuando esa vida es bella, cuando se pre- 
senta bajo la forma del placer en medio 
  
decir que la maldición proferidaen cier- | 
comenzó a pasear febrilmente y luego . 
ZÉVACO 
de la más desenfrenada libertad, es ho- 
rrible el verse expuesto a perderla. 
En aquel momento, dos azafatas, prece- 
didas por una dueña de honor, entraron 
una mesa en que estaba servido el al- 
muerzo de las princesas. 
Luego, a una seña de la reina, las aza- 
fatas y la dueña desaparecieron. 
—¡Divirtámonos!—dijo Juana—. Estos 
vinos de España son un remedio sobera- 
no contra las cavilaciones y las tristezas. 
Las tres hermanas se sentaron a la 
mesa, sirviéndose ellas mismas, y pronto, 
en efecto, se notó la influencia de los vi- 
nos de España, Sus ojos relumbraron, sus 
mejillas recobraron su color sonrosado. 
— Yo -— dijo entonces Blanca —,. no 
creo en las maldiciones. ¡Qué importa 
una palabra! ¡Se la lleva el viento y se 
acabó! 
—¡Es verdad!—agregó Juana, que co- 
menzaba a exaltarse—. Y aunque la mal- 
dición pudiese causar algún trastorno en 
una existencia, no resultarían demasiado 
caras las embriagueces de esa existencia 
si se parecía a la nuestra: Ven, Margari- 
ta. ¡Vamos a ver los leones! 
—Pero ¿es que no me comprendéis?— 
dijo entonces Margarita, cuyos ojos re- 
lampaguearon—. Si se tratase de esas 
maldiciones anónimas que resuenan al 
paso de los poderosos de la Tierra; si no 
se tratase más que de los anatemas lanza- 
dos desde una esfera tan baja que no pue- 
den ale4nzarnos 'a nosotros los que nos 
elevamos ¡por encima de las multitudes, 
no Me preocuparía. Pero ese hombre que 
"me ha maldecido..... 
—¿Ese hombre? — repitieron las dos 
princesas, cón curiosidad. - 
¿_Escuchad. Stragildo acababa de apo- 
derar'se de los dos. Uno de ellos me ha- 
bía reconocido: Di orden de matarlos. Y 
como me impacientaba, subí al último 
piso de la Torre, creyendo que todo había 
concluído..... No, no había concluído.¿%. 
y 
  
SJ 
  
  
  
  
 
	        
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