biera sorprendido en su
e a ¿Contra qu
MICHEL
trozado. Trató de hacer revivir aquel ros-
tro de mujer, uniendo los jirones de
lienzo.
Pero la. obra de destrucción era com-
pleta. Los trozos de lienzo se negaban a
unirse. La tela guardaba su monstruoso
secreto. Y el rey murmuró:
—¡Ha sido un sueño!
Se levantó, miró a su alrededor y vol-
vió a la antecámara, en donde durante
largo rato permaneció inmóvil, de pie,
apoyada la barbilla en la mano, reflexio-
nando y sin conseguir poner en orden sus
pensamientos. ¡No sospechaba de la rei-'
na! 0 por lo. menos, no pa A.
Luis se hubiese dado de pa ñaladas
alma cuán sos-
dolor
corazón. Una
jamás sentid
se lo €
pecha positiva. Pero no sabía qué
desconocido desgarraba su e
angustia da entonces
oprimía su pecho
Luego, poco a saciones
se debilitaron, se atenuaron, se desvane-
cieron, y sintió que volvía aser el mismo
de siempre, cuando comprendió que la,
cólera se apoderaba de él. Pronto la rabia
hizo brotar de sus labios espantosas im-
¡én sentía esta có-
poco, estas sen
lera?.No lo sabía,
¡Y quería saberlo!
—¡Busca y encontrarás! ¡Buscal ¿A
quién? ¿Cómo saberlo? ¡Yo lo sabré! ¡Lo
sabré aunque tuviese que demoler piedra
¿por piedra, pana interrogarlas una tras
otra, esta Torre que encierra el secreto
de la aida): ;
Entonces se desencadenó su cólera. Y
en él se traducía por los mismos gestos
habituales. Con su ronca voz injuriaba a
seres imaginarios. Con los pies y con las
manos destruía todo lo que tenía delante.
Cada uno de los espantosos juramentos
que profería a voz-en grito lo acompaña-
ba con un puñetazo en un arca, en una
mesa, en todo aquelio que encontraba al
alcance de la mano..... Uno de egos puñe-
ZÉVACO
tazos le tocó en suerte a una mesita....,
La mesita, obra maestra de la ebanis-
tería de una época en que el arte de ta:
llar la madera había llegado a grandísi-
ma perfección, se hizo astillas.
Se rompió la mesa..... Cayó la gaveta
que forma-parte de ella..... y en esa ga-
veta había papeles.
Luis Hutin lanzó un rugido salvaje.
—¡Al fin voy a saber!...
Se arrodilló para recoger los papeles,
pero en aquel momento una mano se los
arrebató.
er... ..» o * vo... reso... o. + ...o. ¿ys
Lyis Hatin se levantó de un ¡isis Se
vió en presencia de un' hombre..... del
hombre que acababa de coger los pape-
les y los oprimía en su mano crispada.
—¿Quién sois? —rugió el rey.
—¡Me llaman Felipe, señor d'Aulnay!—
respondió el recién llegado.
—¡Ah! ¡ah! ¿Tú eres Felipe d'Aulnay?
Bien. ¿Y sabes quién soy yo?
—Vos sois Luis, rey de Francia, déci-
mo de este nombre.
Y Felipe d'Aulnay rugió
-——¡Eres el n M
73
para sl:
larido de Margarital
—¿Y sabes a qué pena te has hecho
acreedor por lo gue acabas de hacer con
tu rey?
—¡A la pena de mucrte, señor!
—Perseguido ya por mi preboste por
el delito de rebelión, tu cabeza ha sido
puesta a precio, Felipe d'Aulnay; de
modo que estás dos veces condenado a
muerte.
Felipe d'Aulnay, pálido como un es-
pectro, se inclinó.
Hubo un instante de silencio, durante
el cual no se oyó más que la respiración
violenta y precipitada de Luis Hutin.
— ¡Dame esos papeles! —dijo el rey—
¡dámelos ahora mismo, o, por Nuestra Se-
ñora, no esperaré a que el verdugo eje-
cute la doble sentencia a que estás con-
denado!
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AS