MICHEL ZÉVACO
cionar al rey de Franciía..... Y, por últi-
mo, señor, le acusaremos de un crimen
más horrible que todos los crímenes que
se hayan podido cometer (1).
El rey se estremeció. Escuchaba con
profunda atención estas palabras, dicta-
das por aquel odio que Valois, inspirado
pot el genio de la venganza, le.iba ino-
culando poco a poco, por decirlo así.
Empapábase en aquella hiel que de-
rramaba sobre su alma el infame adver-
sario de Enguerrando de Marigny.'Y fué
con un estremecimiento de espanto como
oyó la postrera acusación:
—Ya sabéis, señor, que vuestra vida
se ha visto amenazada por los maleficios
O hechicera, de una nigromántica,
en una palabra, de una criatura infernal,
que, no es posible dudarlo, ha hecho un
pacto con Satanás.
El rey hizo la señal de la cruz y recitó
un exorcismo para alejar de sí los de-
monios o espectros invisibles.
—Ya sabéis—continuó Valois—, ¿que
yo mismo me apoderé del maleficio que,
como un insulto supremo, había sido co-
locado en una pila de agua bendita. Sí,
allí en la misma alcoba de la hechicera,
allí en aquella pila de agua bendita pro-
fanada, hallé y cogí con mis propias ma-
nos la figurilla de cera hecha a vuestra
imagen y atravesada a la altura del co-
razón por un alfiler, para que vuestro
corazón se rompiese y se hiciese pedazos
en vuestro pecho. Ese sortilegio lo habéis
visto, os lo entregué.....
—Me acuerdo —murmuró el rey, lívi-
do—, me acuerdo de aquella noche ho-
rrible.....
—Pues bien, señor, ¡recordad también
la actitud de Marigny! ¿No observasteis
su turbación, su palidez? ¿No observas-
teis que insistió en ir a prender él mismo
(1) Histórico. Este crimen de que Valois
va a hablar fué, en efecto, lo que decidió a
Luis X a proceder contra su primer ministro,
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a la hechicera? Y mientras yo iba al
Huerto de las Rosas a salvar a mi rey,
¿no es verdad que Marigny, el orgullo
personificado, se arrojó a vuestros pies?
¿Qué quería deciros? ¿Qué ruego os diri-
gía su corazón que no osaron formular
sus labios? ¿Os habéis preguntado todo
esto, señor? ¿Os habéis preguntado cuál
era la causa de esa turbación?
—¡No pensé en ello! — dijo ingenuamen-
te el rey —. Pero ahora, ¡por Nuestra Se-
ñora!, adivino la horrible ver dad. ¡Mari- f
gny tenía remordimientos!
—¡No, señor! ¡No eran remordimientos,
sino miedo! Marigny tenía miedo, ¿lo ois?
Y tenía miedo porque aquella hechicera
que preparaba vuestra muerte.....
—¿Qué?—jadeó el rey.
—¡Era su hija!
—¡Su hija! --exclamó el rey, con ento-
nación de insensato terror.
—¡Su hija! ¡Su cómplice! Tal vez ino-
cente, porque sólo obró por instigación de
su padre.
Ceñudo, trémulo, con los cabellos em-
papados en sudor, desplomado en su si-
llón, Luis apenas oyó estas palabras, con
las cuales preparaba Valois la justifica-
ción de Mirtila.
Mil pensamientos bullían en su mente.
Las palabras de la hechicera del Tem-
ple, el relato de Lancelot Bigorne, se:con -
fundían en su imaginación y de ello re-
sultaba una extraña amalgama de confu-
s0s pensamientos, sobre los cuales las ne-
gras alas de la superstición proyectaban
su sombra.
Y entonces, mientras Valois imaginaba
una fábula para explicar cómo Mirtila no
estaba ya en el Temple, cómo había po-
dido volver a prenderla y cómo la tenía
encerrada en su palacio, el rey evocaba
la imagen de aquella hechicera que le
habían enseñado en los calabozos del
Temple, diciéndole que era la hija de Ma-
rigny.