Sabemos también que la ventana de
los d'Aulnay daba al segundo patio, en
el cual no se permitía jamás la entrada a
ningún visitante, y en el que sólo Stra-
gildo ponía penetrar,
La reina y las princesas se acercaron a
la verja de gruesos barrotes.
A lo lejos, al otro lado de la segunda
verja, veían a los leones en sus vastas jau-
las, yendo y viniendo, mirando a todas
partes con sus ojos brillantes, alargando
Sus hocicos.
Stragildo permanecía detrás del grupo,
esperando una señal de la reina para en-
trar en la jaula de los leones, cosa que
hacía siempre con una especie de placer»
Era un verdadero domador, y de los
más valientes. Muchas veces había oido
los aplausos de la corte, cuando haciendo
salir a un león al segundo patio, le man-
tenía en respeto con la horquilla, y lue-
go, tirándola al suelo de repente, se ery-
zaba de brazos y dominaba a la fiera con
el solo poder de su mirada..... -
Pero aquel día miraba al cielo con in-
quietud, observaba con desconfianza la
actitud descompuesta de los leones, y
murmuraba para sl:
—¡Con tal de que no le déel capricho de
mandarme entrar con semejante tiempo!
La reina había apoyado la frente en
los barrotes, como para calmar su ardor.
Desde que estaba allí, callaba, sus ojos se
llenaban de lágrimas, su lindo rostro se
cubría de rubor.
Entretanto las dos princesas aber,
conversando.
Juana se acercó de improviso a la rej-
na, y vió que lloraba.
La tocó en el brazo, y Margarita se es-
tremeció como si hubiese recibido una
descarga eléctrica.
—¡Lloras! —dijo Juana a media voz.
—Déjame—murmuró la reina,
—Margarita—preguntó Blanca a su
vVez—, ¿qué pena te atormenta?
BURIDAN
—¡0h! ¡Dejadme! ¿No veis que me abu-
rro?—dijo la reina, que en aquel instan-
te fué acometida de un temblor nervio-
so—. Mirad —añadió, riendo —, debíais
dejarme sola..... Volveos al Louvre.....
Margarita respiraba anhelosamente,
Las dos hermanas se miraron, vaci=
lando. E
Pero a una señal imperiosa de la reina
se dirigieron hacia la puerta.
—Llevaos la litera—añadió Margarita,
calmándose al ver esta obediencia —;
quiero volver cuando se me antoje y
como me convenga. Stragildo me hará
compañía.
Las dos princesas desaparecieron.
—¡Demonio de mujer! —murmuró Stra-
gildo—. Hoy está en uno de sus momen-
tos de fiebre, y en estos momentos es te-
rrible. Ya ha estado a punto de hacer
que me matasen..... Suceda lo que suce=
da, si se empeña en que entre, me mar-
cho; ya soy lo bastante rico para tener
apego a la vida.
—Stragildo—dijo en aquel momento
la reina—. ¡Abre la puerta!
—¡Que abra la puerta! Señora, ¿que-
réis entrar en el segundo patio?
—¡Abre la puerta, tunante! Y si dices
una palabra más te haré cortar la len-
gua.
Tal vez estuviese acostumbrado Stra-
gildo a semejantes amenazas, porque no
pareció asustarse demasiado. Se inclinó,
pero la sonrisa burlona que crispaba sus ;
labios se convirtió en un gesto de inquie-
tud. Rápidamente examinó el cielo enca-
potado, que en aquel momento desgarra-
ba un relámpago, y murmurando luego,
no obstante la prohibición de la reina,
palabras sin ilación, abrió una ancha
puerta de hierro, que por un mecanismo
de contrapeso se cerraba por sí misma con
estrépito. z
_ Al oir este ruido, las fieras, en el fondo
del patio, se detuvieron, volvieron la ca- S