Full text: Maese Zacarías (2,10)

   
  
  
del viejo relojero maese Zacarías, de su hija Geran- 
da, de Auberto Tuun, su aprendiz, y de suanciana 
criada Escolástica. a 
¡Qué hombre tan singular era aquel Zacarías! Su 
edad parecia indescifrable. Ninguno de los mas an- 
cianos de Ginebra p«lia decir cuánto tiempo hacia 
que su cabeza flaca y puntiaguda vacilaba sobre sus 
hombros, ni qué dia por la vez primera se le vió an- 
dar por las calles de la ciudad, dejando ondular á to- 
dos e vientos su larga cabellera blanes. Aquel hom- 
bre no vivia, sino que oscilaba á guisa de los volan= 
tes de los relojes. Su rostro enjuto y cadavérico que 
afectaba matices sombríos, habia tirado al negro co- 
mo los cuadros de Leonardo de Vinci. 
Geranda habitaba el mas hermoso cuarto de la vie- 
ja casa, de donde por una ventana estrecha iba su mi- 
rada á fijarse melancólicamente sobre las nevadas ci- 
mas del Jura; pero el cuarto de dormir yel taller del 
viejo ocupaban una especie de cueva situada casi al 
nivel del rio, y cuyo piso descansaba sobre las mis- 
mas estacas. Desde tiempo inmemorial, maese Zaca- 
rías no salia de allí sino á la hora de comer y ouando 
iba á arreglar los relojes por la ciudad. Pasaba el res- 
to del tiempo delante de un banco cubierto de nu- 
merosos instrumentos de relojería, casi todos inven- 
tados por él. 
Porque era hombre muy entendido, sizndo sus 
obras muy apreciadas en toda la Francia y Alema- 
nia. Los mas industriosos operarios de Ginebra re- 
conocian cumplidamente su superioridad, y era nna 
honra de la ciudad, que lo enseñaba diciendo: 
—A él corresponde la gloria de haber inventado 
el escape. 
En efecto, de esta invencion que los trabajos de 
Zacarías harán comprender mas tarde, data el naci- 
miento de la verdadera relojería. 
Cada dia, Zacarías despues de haber, trabajado mu- 
cho y muy bien, ponia lentamente las herramientas 
en su sitio, cubria con fanalitos las piezas finas que 
acababa de ajustar, y devolvia el reposo á la rueda 
activa de su torno, despues levantaba una trampilla 
pros en el suelo de su taller, y allí inclinado 
oras enteras, mientras que el Ródano se precipita 
ba con estrépito á su vista, se embriagaba con sus 
vapores brumosos. 
Una noche de invierno, la vieja Escolástica sirvió 
la cena, en la cual, segun las antiguas costumbres, 
tomaba parte con el jóven obrero. Maese Zacarías no 
comió, y eso que le ofrecian manjares cuidadosa- 
mente aderezados en una hermosa vajilla azul y 
blanca. Apenas respondió á las tiernas palabras de 
Geranda, á quien preocupaba visiblemente la taci- 
turnidad sombría de su padre, y la charla de Escolás- 
tica no impresionó suoido mas que los murmullos del 
rio, de los cuales no hacia caso. Despues de tan si- 
lenciosa comida, el viejo relojero se levantó de la me- 
sa sinabrazar á su hija ni hacer la acostumbrada des- 
edida. Desapareció por la estrecha puerta que con- 
ucia á su cuarto y bajó con lentos pasos; la escalera 
rechinó con pesados gemidos, 
Geranda, Auberto y Escolástica permanecieron 
algunos instantes sin hablar. Aquella noche el tiem- 
era sombrio, las nubes se arrastraban pesadas á 
le largo de los Alpes y amagaban deshacerse en llu- 
via; la severa temperatura de la Suiza Nlenaba el al- 
ma de tristeza, mientras que los vientos del Medio- 
dia rodaban en los alrededores despidiendo siniestros 
silbidos. 
—¿Sabeis, mi querida señorita—dijo por fin Esco- 
lástica—<que nuestro amo está muy ensimismado ha- 
ce algunos dias? ¡Vírgen santísima! Comprendo que 
no haya tenido hambre, pues las palabras se le han 
do en el vientre, y bien diestro seria el diablo 
que le sacase alguna. 
"Mi padre tiene algun oculto motivo de pesaduim- 
y 
    
  
   
$ . OBRAS DE JULIO VBRMA 
re que no sospecho siquiera—respondió Geranda, 
mieniras que una dolorosa inquietud se imprimia en 
su semblante. 
—Señhorita, no permitais que tanta tristeza invada 
vuestro corazon. Ya conoceis los singulares hábitos 
de maese Zacarías. ¿Quién pnede Jeer en su frente 
sus secretos pensamientos? Ha tenido algun disgusto, 
pero mañana no-se acordará, y estará pesaroso de 
haber causado pesadumbre á su bija. 
Era Auberto quien hablaba de.ese modo fijando su 
vista en los hermosos 03os de Geranda. Auberto, el 
único operario á quien había admitido Zacarías en la 
intimidad de sus trabajos, porque apreciaba su Inte- 
ligencia, discrecion y suma bondad de alma, Auber- 
to se habia aficionado á Geranda con esa fe misterio- 
sa que preside á las adhesiones heróicas. 
Geranda contaba diez y ocho años. El óvalo de su 
semblante recordaba el de las candorosas madonas 
que la veneracion suspende todavía en la esquina de 
las calles de las viejas ciudades de Bretaña. Sus ojos 
respiraban una ingenuidad infinita, Se le amaba co- 
mo á la suave realizacion del sueño de un poeta. Sus 
vestidos ofrecian colores poro visibles, y laropa blan- 
ca que se plegaba sobre sus hombros ofrecia ese ma- 
tiz y ese olor particular de las vestiduras de Iglesia. 
Viva con existencia mística en aquella ciudad de Gi- 
nebra que todavía no se habia entregado á laseguedad 
del calvinismo. Así es que por tarde y mañana leia 
sus oraciones latinas en un breviario con cierre de 
hierro. 
Geranda habia comprendido el sentimiento, oculto 
en el corazon del jóven Auberto, y sabia cuán pro- 
funda era la adhesion que el jóven obrero le prolesa- 
ba. En efecto, para él, se condensaba el mundo en= 
tero en la vieja casa del relojero y toJo su tiempa se 
pasaba cerca de la jóven cnando una vez terminado 
el trabajo abandonaba el taller de su padre. ' 
La vieja Escolástica lo veia todo, pero no decia 
nada. Su locuacidad se ejercitaba perfectamente 
sobre las desgracias de su tiempo y las pequeñas mi- 
serias de los quehaceres domésticos. Nadie trataba 
de contrariarla, sucediendo con ella lo que con esas 
tabaqueras de música que se fabricaban en Ginebra, 
y que una vez montadas tenian que romperse para 
que dejasen de tocar todas las sonatas que con- 
tenian. 
Al ver á Geranda sumida en doloroso silencio, Es- 
colástica abandonó su vieja silla de madera, fijó un 
cirio en un candelero, lo encendió y colocó cerca de 
una pequeña Vírgen de cera abrigada en su nicho 
de piedra. Era costumbre arrod llarse delante de la 
madona protectora del hogar doméstico, pidiéndole 
que estendiera su benéfica gracia sobre la noche 
próxima; pero en aquella ocasion Geranda permane= 
cia taciturna en su puesto. 
—Y bien, mi querida señorita-—dijo Escolástica 
con asombro,—ya hemos cenado y es la hora de la 
despedida. ¿Quereis fatigaros la vista en vigilias pro- 
longadas? ¡Ah Vírgen santísima! ¡Este es el caso de 
dormir y de hallar algo de alegría en bonitos ensue- 
ños! ¿En esta época maldita en que vivimos, quién 
puede prometerse un dia feliz? 
—¿No será preciso enviar á buscar á algun médi- 
co para mi padre? —preguntá Geranda, : , 
—¡Un médico! —esclamó la vieja criada. ¿Maese 
Zacarías ha pes oido nunca á sus imaginaciones 
y sentencias? Puede haber medicina para los relojes, 
mas no para los cuerpos. 
—¿Qué haremos, pues? —dijo Geranda. ¿Ha vuelto 
al trabajo? ¿Se habrá entregado al descanso? . 
—Geranda—repuso suauemente Auberto—Lay al- 
guna contrariedad moral que apesadumbra á vuestro 
padre y nada mas. Pd 
7% conoceis, Auberto? 
—JTal vez, Geranda. 
7 
   
	        
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