O
4
LAS ALMAS QUE LLORAN Ve «q
- varte; pero que Máximo bese mi cadáver, sabiendo que >
sólo á él ame.
Y cristalinas lágrimas, puras como rocío de un alma
virgen, brotaron de aquellos celestes ojos y fueron res-
balando por el pálido semblante de Rafaela.
—Pues ya lo ves, —sollozó Amalia.—¡No hay reme-
dio para mí! ¡No lo hay]!
—¡Dios mío, Dios mío!-—exclamó Rafaela con dolo-
roso acento, pe hacer? ¿De qué modo salvar á mi
pobre hermana?.. | |
—En estos momentos, Antonio estará diciendo á
Máximo... |
—Sí: estará deshonrándome á sus ojos, estará destro-
zando el corazón del infeliz. ¡Qué horrible!
—¿Y tú... tú dirás...?
—¿Qué hacer? Te he sacrificado mi honor á los ojos
de tu marido; pero á los de Máximo... ¡ah!... tú misma
puedes comprender que eso es demasiado... que mi alma
no puede resistirlo, E
—Lo comprendo... sí; dej ame entregada á mi deses—
peración. a
—¡Eso no! Yo quisiera salvarte. sa quisiera...!
—Es inútil... Vete... ¡Déjame!
Y Amalia se puso en pie. 10
Sus negros ojos miraban con extravío 4 todas partes.
De pronto los fijó en una artística panoplia que deco-
raba la estancia.