LA MÁSCARA ROJA A
Il
LOS TRAIDORES
Adolfo Mercier, ayudante del general Lefebvre, y coronel efectivo
«lel batallón 45 de línea, se había establecido en un vasto caserío á me-
dia legua de Zaragoza, caserío que encontró abandonado al aproximarse
los franceses á la capital aragonesa.
Cerca de allí, en otra posesión, se habia instalado el cuartel general,
y esta fué una de las razones que tuvo Mercier para fijarse en el caserío
que hemos dicho.
Precisamente, en el último combate el batallón de Mercier había te-
nido gran número de bajas, y en el momento que hablamos, estaba el
coronel ocupándose con los oficiales de aquel asunto.
—Esta gente, —decia un capitán, —parece que está resuelta á resistir.
—Peor para ella, —repuso el coronel.—Ahora la sitiaremos en toda
regla, pues con el refuerzo que ha traído el general Verdier, podemos
hacerlo, y, por mi nombre, que no hemos de dejar piedra sobre piedra
en la ciudad maldita.
—(¿Y creis, señor coronel, —dijo un oficial de ingenieros que estaba
presente, —que tendremos fuerzas suficientes para abarcar toda la cir-
cunvalación? ,
—Se procurará, señor comandante, —contestó Mercier, algo molesto
por la observación.
—Mientras no podamos quitar de enmedio á todos esos jefes, como
ese que llaman tío Jorge. Calvo, y sobre todo al que manda á esos paisa-
nos que nos están mortificando desde que llegamos aquí, que nos atacan
cuando estamos desprevenidos y que desaparecen cuando vamos contra
ellos, —dijo otro oficial, —no conseguiremos gran cosa. Eso es lo que de-
bemos destruir. Llámanse guerrilleros y no son más que brigauds (1).
—No tanto como bandidos, —repuso el comandante de ingenieros, —
que hay entre esos jefes hombres ilustrados y algunas mujeres que les
ayudan y les alientan.
—¿Acaso queréis referiros á esa que llaman la Máscara Roja, señor
comandante Jaquart?—dijo Mercier.
(1) Brigaud, handido.