LA MÁSCARA ROJA
—¿Has bablado con Campoverde?
—Sí. El ha sido quien me ha confirmado la noticia que ya me habian
dado en la Junta.
—¡Válgame Dios! —exclamó Manolita. — Vaya unos días que nos
Esperan.
—Peores hija mía—dijo su padre,—los pasarán en la ciudad.
—¿Es decir que tratan de resistir?
—Ya lo creo. Y lo que yo siento es no poder tomar parte en la de-
fensa.
—¡0h! ¡No, padre mio! ¡No habléis así! ¿Qué sería de nosotras faltan-
do vos en esta casa?
—Por desgracia, hija mía, esta maldita pierna me ha inutilizado para
todo.
—Dime, Manuel—exclamó Luisa.—¿Pero hay en Tarragona guarni-
sión suficiente para defenderla?
—No. Porque se necesita doble de la fuerza que hay. Es lo que me
decían Campoverde y Caxo, pero no hay más remedio. No se ha de dejar
que entren tan fácilmente los soldados de Napoleón.
—Pero entrarán al fin y, ¡pobre ciudad entonces!
¡Y pobres de nosotros también!-—exclamó Manolita. —Que también
por aquí nos llegará algún chispazo.
La hija del marqués no pudo dominar su angustia.
La seguridad de que efectivamente iba á tener lugar el sitio de Ta-
Pragona, la hacia extremecerse de espanto.
Capitán de infantería era el barón de Castell, su prometido, y preci-
samente su regimiento estaba en Tarragona.
—Pues en ninguna parte—dijo doña Luisa,—podemos estar mejor
que en nuestra casa. Gracias á Dios, no carecemos de cuanto es necesa
rio para la subsistencia. Tenemos, en la casa, médico y tampoco nos
faltarían los auxilios de la religión si tuviésemos necesidad de ellos. Por
lo tanto, hija mía, no tenemos otro remedio que resignarnos con lo que
Dios quiera enviarnos.
—Pero es el caso, madre mía, que Alberto está en Tarragona y ten
drá que batirse, —repuso la joven con los ojos llenos de lágrimas.