LA MÁSCARA ROJA
—Como que ese es su deber. Manuela—repuso su madre severamen-
te, —y el hombre que cumple con su deber debe estar satisfecho. Hasta
ahora, Dios le ha protegido porque es bueno, honrado, leal y valiente, Y
hemos de esperar que siga protegiéndole.
No estaba muy conforme Manolita con los consuelos de su madre,
pero como no podía ni debía contradecirla, salió de la estancia para que
no la viesen llorar.
Una vez solos los dos esposos, dijo doña Luisa:
—Vamos; ahora que estamos solos, dime si tendremos algún peligro
permaneciendo aquí.
—No lo creo, por más, querida mía, que no pueda responderte. Me
parece que el cuartel general del ejército sitiador, ha de establecerse por
aquí. También lo cree así Campoverde. Por cierto que me ha dicho una
cosa que ha llamado mi atención.
—¿Qué ha sido?
—Que su parienta, esa Máscara Roja, de quien tanto se habla y que
él no quiere decir quien es, piensa trasladarse á Tarragona.
—¿Qué dices?
—Lo que el marqués me ha dicho.
—¿Pero no te habia dicho que la Máscara Roja estaba por ¡Figue-
ras, y...
—Sí por cierto. Pero como lo de Figueras ha :erminado ya, y ella,
por lo visto sabe todo lo que se acuerda en Madrid y las órdenes que sé
dan al cuerpo de ejército que opera por este lado, ha sabido lo de Tarra-
gona y hé aquí por que quiere venir para presenciar lo que pueda su-
ceder.
—Te aseguro que me llama mucho la atención esa mujer.