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LA MASCARA ROJA
S y acudieran en auxilio del ilustre prisionero, se entablaria allí mismo y
Mi en aquella hora el combate.
di Empero todo esto, no era lo más probable.
Ny El general en jefe de las tropas españolas, se hallaba en el cortijo de
A incógnito, así lo había dicho el anciano guía, y éste había que creerlo,
p : pues merecia toda la confianza de Vedel, según él mismo le habia
“Y dicho.
¿ Y cuando el guía propuso la importantísima empresa, era porque
Ñ estaba seguro de su éxito.
Todas estus reflexiones se las hizo el capitán rápidamente, y ahora
da pensaba el medio de salir airoso de su cometido.
Tuvo intenciones de haber avisado á sus compañeros que había
hallado á su paso, para que estuvieran prevenidos, mas su propio orgu-
llo le hizo desistir.
AN ¡Compartir con nadie la gloria que iba á alcanzarle!
ll ¡Ser el, únicamente él quien se apoderara del general en jefe!
| Sin duda su pequeñez, no le dejó ver el absurdo.
Y ciega su mente, mezquino su corazón, siguió puntualmente las
3 órdenes del viejo criado del cortijo.
—Yo me encargo de ir introduciendo á los soldados, —dijo Juan.
—Y yo de ocultarlos en las habitaciones, pues supongo que no pasa-
3 rán de cien y hay local para todos, —añadió Navarro.
—Ciento veinticinco, —exclamó el capitán.
—No importa, después, esos veinticinco los pondré aparte para-que
sean ellos los que sorprendan con vos al general, y los demás, en el
caso de ser descubiertos, podrán hacer frente al enemigo, parapetados
en el cortijo, hasta que lleguen vuestras tropas,
—Ni una palabra más, —dijo el oficial, —empezad la operación, sim-
pático anciano, yo entraré el último.
AE:
xx
| Juan fué en busca de los soldados, y Navarro desapareció por el inte-
K rior del lindo edificio.