LA MÁSCARA ROJA 25
El hombre que se arrastraba cubierto de sangre, era el mismo joven
que había herido al anciano Juan.
Entonces vió que su graduación era la de comandante de caballería.
—¿A quien llamais cobarde?—balbuceó nuestro joven con irónica
sonrisa, avanzando hacia el francés.
—¡Al que toque esa mujer, que es mía, mía!...
En aquel mismo instante, se oyó una especie de rugido sordo.
Ricardo se volvió y vió junto a él al viejo Juan, pálido y temblando,
parecido al espiritu vengador.
Tras de él estaban los dos guerrilleros que habian quedado á su cui-
dado en el cortijo.
Mudo de asombro el valiente héroe de nuestros episodios no pudo
por un momento articuJar una sola frase.
¡Cómo! ¿Había dejado al viejo en un estado al parecer gravísimo y lo
tenía ante sí?
¿Qué significaba aquel fenómeno?
Juan, inmóvil, con los brazos cruzados y la mirada sombria, contem-
plaba al militar francés que se hallaba: en el suelo y que hacía sobre-
humanos esfuerzos para incorporarse.
Luego con sarcástica sonrisa se acercó á él y elevando sus ojos al
vielo, exclamó con voz sorda, como si saliera del fondo de una tumbal
—¡Oh gracias, Dios mio, que me habeis inspirado. dándome fuerzas
para llegar hasta aquí! No habeis querido quitarme la vida oyendo mis
ruegos... Aún cn el umbral de lo eterno, me habeis conducido ante el
asesino de mis nobles amos, permitiendo vengarme por mi propia mano
en la tierra...
Ricardo no se atrevía á interrumpirle, pero al ver que el militar em-
puñaba un revolver y se disponía á agredir al anciano, se abalanzó hacia
él y le arrebató el arma.
—¡Cobarde!—repitió el herido comandante.