28 LA MÁSCARA ROJA 
—¿Ah, sois guerrilleros? —preguntó con interés. 
—Sí. 
—¿Y como ha quedado el combate que se ha librado con los franceses? 
—Hemos salido victoriosos. 
—¿Y á pesar de eso aquel monstruo, ha podido llegar hasta mi retiro? 
—Explicaos señorita y yo 08 volveré á vuestro retiro.] 
—Escuchad, pero antes quiero saber donde está ese bandido de Fe- 
derico Fer. 
—Ha muerto á manos de uno de mis guerrilleros. 
—;¡Ah!—exclamó juntando las manos.—¡Ya habrá dado cuenta á Dios 
de sus crímenes!... ¡Me llamaba en el mundo, Rosita Torres!... 
Un grito imposible de traduoir se escapó de la garganta de Navarro. 
—¡Cómo! —exclamó cogiendo ambas manos de la joven.—¿Sois acaso 
la sobrina de D. Eduardo, la hija de D. Miguel? 
—¿Qué decis? ¿Les conocisteis?—preguntó ella coloreándose sus me- 
jillas de un vivo carmín y expresando en su mirada una infinita alegría. 
—No, pero he conocido al viejo y fiel criado que supervivió á la 
espantosa catástrofe del que fueron autores nuestros enemigos. 
La sorpresa de Rosita creció de punto. 
—¿Vive el bondadoso Juan? 
—Desgraciadamente, señorita, ha muerto hace una hora. 
—;¡Santo Dios, y yo que creía que había sucumbido con mis segundos 
padres, con mi... 
La joven se turbó y se cubrió con sus manos el rostro. 
—Con vuestro primo Miguel, ¿verdad? —añadió el guerrillero. 
—¡Oh, que pasado más doloroso!... ¿Para que recordarlo? ¡Volvedme 
al convento, caballero, quiero terminar mis días en la soledad del claus- 
tro, llorando á los muertos, rogando á los vivos para que cecen en tan 
cruel matanza, que llena de luto infinidad de hogares como el mío. 
—Os acompañaré á donde me digais, señorita, pero 0s lo suplico, 
decidme como pudisteis salvaros de la muerte. 
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