LA MÁSCARA ROJA 29
—Mil veces la hubiera preferido... El bandide me sacó del cortijo
desmayada, y al volver en sí, me hallé en esta misma cueva y abando-
nada, empero no se me ocultó el atropello de que había sido víctima por
aquella fiera humana.
—¡Infame! —murmuró Ricerdo sintiendo en su ser un ligero extre-
mecimiento.
—Quise incorporarme y me costó mucho trabajo, —prosiguió Rosita.
—Apenas si podía tenerme en pie, pero el temor de que volviera aquella
figura de hombre, me dió fuerzas y salí de esta cueva... Llena de miedo
por las atronadoras descargas que llegaban á mis oídos, me interné por
las sierras, llegó la noche y desfallecida fuí á caer en otra concavidad *
muy parecida á esta. Allí me oculté aquella noche y el día siguiente.
Después, caminé mucho, yo no me atrevía á ir á mi casa, pues sabía
que toda mi familia había sido asesinada y quiso Dios encaminarme á
Andújar. Nadie se fijó en mi, todos estaban ocnpados en recoger heridos
y cadáveres. Vacilando sobre mis pies, llegué al convento de Santa Ana
y allí caí rendida. Unas religiosas me recogieron y gracias á sus cuida-
dos, pronto recobré mis fuerzas, pero mi llanto era inconsolable. Por
fin la madre superiora se enteró de mi inmensa desgracia y llenándome
de celestiales caricias me abrió sus brazos y me llamó desde entonces su
hija. Tranquila estaba en el claustro recordando mi corazón su amar-
gura constantemente, y mis cuotidianas plegarias, eran el bálsamo que
el cielo me enviaba á mi aflicción, cuando Satanás condujo en sus alas
infernales, al monstruo de sus abismos, á Federico Fer, cuyas manos
me parecieron aún ensangrentadas por el crimen. Dí un grito, perdí los
sentidos y de nuevo al despertar me he hallado en esta cueva, sepultura
de mi honor, regada con mis lágrimas. He aquí todo, lo demás ya lo
sabeis, vos me-lo habeis dicho... habeis matado á mi verdugo y al de
mis padres, acaba de sucumbir el abnegado anciano consuelo de mis
antepasados, fiel y cariñoso amigo de mi desventurado Miguel, risueño
Pecuerdo de mis infantiles juegos. Llevadme ahora noble joven al con-
vento de religiosas, donde quiero acabar mis días, que no serán durade-
POS, porque tiempo há que presiento en mi alma mi próximo fin.