LA MÁSCARA ROJA
El joven Navarro profundamente impresionado, pensó en aquel mo-
mento en el viejo Juan.
¡Pobre anciano, había ido á morir, teniendo á su querida niña, á
Rosita, como él la llamaba, á dos pasos suyos, cuando él creía que estaba
en el cielo como sus amos!
—He oído dolorosamente apenado su relato, señorita, —dijo al fin
Ricardo con voz temblorosa por la emoción. —Ahora os suplico oigais lo
que ha de serviros de algún consuelo. La casualidad me hizo conocer
vuestra dolorosa historia, llorando como un niño me la contó el fiel ser-
vidor del cortijo y la providencia ha querido protejerme. para que con-
virtiera el hogar que se llamó de la Dicha y recogió vuestras primeras
alegrías y mas tarde un ensueño de ventura, nubladas por la: mano del
invasor, en panteón de ciento veinticinco hombres que disparaban como
Federico Fer, contra la noble España... Algunas horas después, caía á
mi lado herido el valiente Juan, y al dejarlo moribundo al cuidado de
mis amigos. guió mis pasos hacia este lugar, donde otro de mis compa-
ñeros os arrebataba de los brazos de Federico... /
—¿Y le dió muerte? —balbuceó aterrada la joven.
—Le hirió tan solo, señorita... la muerte se la ha dado la mano de
Juan, que cual espectro vengador se ha presentado, dejando de existir á
su vez, fuertemente enlazado con el bandido, temiendo tal vez quese le
escapara... ¿Y sabeis señorita que 0s reservaba la providencia?
—Decid,—contestó con voz débil Rosita.
La Máscara Roja cogió suavemente de una mano : la joven.
—Venid,—dijo Ricardo.
Ella se dejó conducir hasta el interior de la cueva, que recibía luz
por grandes grietas que formaban las peñas que la cubrían.
Al ver á los guerrilleros se detuvo sobresaltada.
—¡Ved!—añadió Navarro.
y señaló el cadaver del criado Juan cuya fosa estaba ya abierta para
rocibirle.