8 LA MÁSCARA ROJA
las piedras, Ó bien en los duros colchones que el ventero les había pro-
porcionado.
Los dos jóvenes se vieron por primera vez cara á cara, al resplando1
del fuego del hogar.
Ya hemos dicho que el desconocido era un hombre que aparecía
tener unos cuarenta y cinco ó cincuenta años.
De fisonomía triste y seria, su mirar incierto y tímido.
En cuanto al joven Rosendo, ya le hemos descrito, y ardía en deseos
de hallarse solo con aquel hombre que la bendita casualidad le había
deparado y á quien apenas podía dirigirle la palabra, porque no dando
lugar á las grandes confianzas de la intimidad, el incómodo audiiorio
que los rodeaba, tuvo que esperar ocasión más oportuna para satisface
su curiosidad.
Al fin, algunos viajeros, se marcharon de la sala, otros deseosos de
gozar de la vista de un hermoso cielo estrellado y respirar el aire purif
cado por la tormenta, salieron al patio.
Los que quedaron, se echaron á dormir, y Rosendo y su salvador, se
encontraron dueños del brasero.
—Una vez que nos hemos quedado casi solos, —dijo el francés, —
puesto que los que duermen son como los muertos en cuanto á poder
oir nuestras mútuas confianzas, vóy si queréis á ponéros de manifiesto
toda mi alma para que podais leer en ella sin embarazo. Si con mi con-
fianza en vos, puedo adquirir la vuestra, seremos desde esta noche her=
manos de corazón, os debo la vida y quiero demostraros mi gratitud.
El desconocido se sonrió á su modo y contestó:
—Semejante fraternidad, señor oficial, me honra demasiado para no
aceptar al momento las recíprocas confianzas que tenéis á bien propo-
nerme; por ahora tendré yo poco que contaros, pero tal como me véis
poseo una ambición noble, y confío que ha de llegar el momento en que
podré hacerle una gloriosa confesión á mi hermano del corazón,
Estas últimas palabras las acentuó mucho el hombre del traje negro-