La oscuridad era profunda, el silencio solemne.
Por la verja del jardín del cortijo, trepaba un hombre con la agilidad
de un perfecto gimnásta.
Vestía de negro, llevando una manta al hombro, y. sus facciones reve-
laban hallarse en el otoño de la vida Es el mismo que ya ha visto el
lector en la posada. *
Salió por encima de la verja y se dejó
el más leve ruido.
el mismo sigilo avanzó por entra los arbustos y se detuvo junto
sala mortuoria de
caer al jardín, sin que hiciera
Con
á la puerta de la casilla del jardinero, convertida en
un abnegado hijo de España.
Escuchó reteniéndose el aliento.
Nada; sólo algunos sollozos, turbaban el silencio de la muerte.
—¿Cómo penetrar aquí sin causar honda impresión á esta infeliz
criatura? -murmuró.—Sin embargo, yo debo hablarla, si bien he lle-
gado tarde para abrazar al valiente Miguel, abrazaré su cadaver y su
mujer y su hijo no se verán abandonados á la inclemencia.
Consideró que lo mas prudente era llamar suavemente en la puerta
de la choza; esto no sobresaltaría á la dolorida joven, pues era muy fácil
Luis arrepentido de su dureza de corazón, fuera á
que creyera que D.
enos llamarla al cortijo por su criado de confianza,
disculparse ó por lo m
únicos habitantes de aquella rústica morada.
Sin reflexionarlo más, dió tres pequeños golpes con los nudillos de
su mano, en la endeble puerta.
Laura ahogó un grito de sorpresa y Se levantó.
El pequeño Miguelito se despertó y con sus manitas rodeó el cuello
de su madre.