30 LA MÁSCARA ROJA
—;¡Me lo temía! —murmuró emocionado;—¡pobre coronel Romelo!...
Mora no comprendió esta exclamación de Navarro y al ver que éste
salía del inmundo calabozo, recogió la linterna y siguió á su capitán,
lleno de sentimiento por haberse visto obligado á desobedecerle.
El mariscal Dupont que llevaba á su lado á la bella Angela, se detuvo
á una indicación de ésta.
Habían llegado al sitio á propósito para atacar la cueva.
Envió por un lado un destacamento, y empezó una especie de esca-
ramuza.
El silencio más profundo reinaba en aquella fortaleza subterránea.
Dos regimientos avanzaron confiados, á cercarla por sus cuatro c08-
tados.
De pronto, se hubiera dicho que se abría la montaña.
Al espantoso estruendo, siguió una gritería infernal, ayes de dolor,
imprecaciones, voces de mando que se confundian en lastimoso tropel.
La batalla fué horriblemente sangrienta.
Los soldados franceses se lanzaban temerosos hacia las dos entradas
del subterráneo y desaparecían por aquellos lóbregos agujeros, como
por la boca del infierno.
—¡Oh, cueva de Satanás!—gritaba con voz de truenc Dupont, de pie
sobre sus estribos.—¡Arrasadla, que no quede ni uno de esos diablos! ..-
La joven Angela había desaparecido de su lado. Y cuando ya los gué-
rrilleros, no pudiendo hacer frente con sus trabucos, se disponían 4
vender caras sus vidas empuñando sus cuchillos, se oyó en el monte
unos toques de corneta.
La columna española que mandaba Reding, cayó sobre los franceses
á la bayoneta, mientras que la caballería de ambos ejércitos, chocabanl
con heroico denuedo.
Dupont se consideró perdido y después de sostener una resistencia
fuera de toda ponderación durante cuatro horas, se retiró hacía el otro