LA MÁSCARA ROJA
—Lo hubiéramos empezado sin la proximidad ae la noche y por otra
parte nuestras tropas, están extenuadas de fatiga y necesitan de algún
descanso.
Y establecidos en las respectivas posiciones, encendieron grandes
hogueras y comieron con buen apetito, durmiéndose soldados y oficia-
les, tendidos sobre el fango y bajo una abundante lluvia fría como noche
de marzo.
Dupont no dormía.
El recuerdo de su último combate en los montes de Archidona, aque-
lla cueva infernal, tumba de sus tropas, guarida del bandido guerrillero
Ricardo Navarro, como él le llamaba, le tenia desesperado, inquieto.
—:Qué se habrá hecho de ese endiablado guerrillero?—se decía sen-
tado en una pequeña eminencia, desde donde dominaba el rio, ilumi-
nado por el resplandor de las hogueras.
Junto á él se hallaba el coronel Richard, con quien trazaba el plan
de batalla y le daba al mismo tiempo las oportunas órdenes.
Este no oyó la exclamación de su jefe, pero al oir que murmuraba,
le dijo:
—¿Deciáis algo, general?
—Decía, —repuso vivamente Dupont, estrechando la mano del coro-
ne), —que no siempre se es afortunado, pero un hombre como vos, no es
desgraciado dos días seguidos.
Richard se sonrió.
—¿Aludís quizás á mi aventura con el guerrillero Navarro?
—Precisamente.
—¿Y á eso llamáis fortuna?
—Todo lo contrario; digo, coronel, que no siempre se es afortunado,
porque vos caísteis en poder de ese malvado hombre y tuvisteis que
sufrir la humillación de que os perdonara la vida, devolviéndoos la
libertad y que luego después tuvísteis que luchar cuerpo á cuerpo para
no caer en la cueva infernal, morada de ese satánico Navarro... y qui-