32 LA MÁSCARA ROJA
No pudo terminar la frase el francés. El ermitaño se había erguido.
—¡Imposible es que vivas tú, miserable gabacho! —había gritado con
voz ronca, hundiendo un cuchillo en su pecho.
Al mismo tiempo y rápido como el pensamiento, cortaba la cuerda
que sujetaba á Navarro y le entregaba otro cuchillo para que por si
mismo terminara la operación de privarse de las demás ligaduras.
El supuesto ermitaño, á quien Navarro desde un principio habia re-
conocido á Martín, sacaba derdebajo de su manteo el trabuco que lleva-
ba cuidadosamente oculto y antes de que los soldados franceses saliera
da su asombro, disparó á boca de jarro. Jos dos fueron á caer á grand
distancia, lanzados por el empuje de la metralla.
Instantáneamente y como si hubieran surgido de entre el espeso ra-
maje, treinta hombres hacían fuego sobre la escolta de Soult que había
despertado sobresaltada.
Ni uno de ellos pudo salvarse.
Ricardo loco de alegría, abrazó á Lorenzo Martín que le dijo:
—No me debes solamente á mí el haberte salvado.
Y sacando del bolsillo una carta la puso á la altura de los ojos del
valiente guerrillero. Decía así:
«Lorenzo: Sin pérdida de momento, dirígete á la quinta de Hernan”
dez Parra; Ricardo está allí prisionero de los odiados invasores; su
libertad depende de tu arrojo y abnegación. —La Máscara Roja.»
El audaz guerrillero exclamó con entusiasmo:
— Esa mujer es el ángel de mi guarda que Dios ha puesto en mi car
mino para que triunfe la santa causa de la libertad de nuestra patria.
Ricardo Navarro se hallaba en libertad y se instalaba con sus am
gos en la abandonada casa, en espera de sus dueños Elisa y Miguel.
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En el próximo cuaderno:
DOS HEROINAS
Administración:
Cortes, 695. Barcelona. - Apartado, 88.
Imp. «La Ibérica». Cortes