12 LA MÁSCARA ROJA
En aquel momento estaba sola, santada en un pequeño diván, con
los ojos medio céfrados, tal vez extasiándose en su venganza.
Tenía un traje ligero que descubría las hermosas formas de su esbelto
cuerpo y había adquirido una actitud llena de coquetería.
Malaquias hizo una seña al capitán para que se detuviera á pocos
pasos de la habitación.
Se adelantó él y llamó suavemente en la puerta, con los nudillos de
la mano.
—¡Adelante! —dijo Erminia con voz dulce, cuyo eco hizo extremecer
al francés.
Empujó la madera, Malaquias.
—¡Señora, el capitán francés desea veros!
Por los negros y rasgados ojos de la joven, pasó como un relámpago
de alegría, pero sus rojos labios hicieron una mueca de desdén.
—Hazle pasar, —ordenó al viejo.
Erminia se incorporó.
Estaba tan segura de su deslumbradora belleza, que pasando rápida-
mente sus afilados dedos por sus ensortijados cabellos, para hacer más
desordenado el peinado, murmuró:
—¡Tu mismo general será tu verdugo, asesino de mi esposo!