8 LA MÁSCARA ROJA
—Bien, guardad el secrezo.
En el momento que se abría la puerta del gabinete para librar paso
al capitán y al jefe francés, una silueta de mujer se deslizaba por 9
comedor y desaparecía por uno de los corredores del interior.
Era Catalina que había estado escuchando la conversación d
enemigos de España.
e los dos
El brigadier acompañó basta la puerta de entrada de la casa, pero De
pudo pronunciar una palabra más, porque en ella había uno de 10
mozos que estaban al servicio de Catalina, el cual con fingido respeto
se ofreció al huésped de su ama, hasta que aquél penetró de nuevo en gl
habitación.
—¿Y la señora?—preguntó Loumar
—Hace más de una hora' que está «costada ¿desea algo el señor?
—Nada, muchas gracias.
Y cerró con llave su aposento, murmurando para sí:
—Mañana será mía, luego partiré, entregaré mi espada al rey Y
ré otra vez aquí para entregarme el resto de mi vida á la dicha que
yola-
ha
de proporcionarme esta encantadora mujer.
Catalina había salido al encuentro de su criado.
—¿Se ha marchado ya el capitán? —preguntó á este último.
—Sí, señora.
—¿Y el brigadier?
—Está en su habitación, la cual ha cerrado por dentro. da
—Bien, ahora aguarda la vuelta de Francisco y tan pronto 11e8
avisame. a
Entró en su gabinete y dejándose caer en una silla, inclinó Su no
sa cabeza en la palma de su mano y fué diciendo en voz muy baja,
si hablara consigo misma:
—¡Dios mío, Dios mío! ¿Como he podido fingir amor
.0 que
á un hombro? a
pertenece á las huestes de Napoleón que han sembrado la muerto a
desolación en España y han enlutado mi corazón y amargado MI