LA MÁSCARA ROJA 7
Aquel ligero movimiento del césped podia atribuirse á la brisa noc—
Wrna.
Al capitán le habían asegurado que aquellos guerrilleros eran verda—
deras fieras y él quería cazarlas como á tal, ocultas en sus madrigueras,
confiadas, dormidas.
Por fin llegó á la entrada del bosque.
Su mirada acostumbrada á percibir los más insignificantes objetos en
la oscuridad, divisó al enemigo desde su altura.
Estaba aquel en el mismo sitio donde lo había descubierto algunas
horas antes
Su triunfo era seguro.
Preparó á sus soldados para caer como un torrente sobre aquel pu-
hado de hombres y en aquel preciso momento se oyó un prolongado y
agudo silbido que repitieron los montes.
—¡Fuego!—gritó con voz de trueno Bernabé, en la creencia de que
el gnemigo se había apercibido de su presencia :
Los soldados hicieron una descarga cerrada
Nadie contestó.
—¿Qué es esto? —se preguntó el capitán. —Y sin embargo han caido
al suelo varios de ellos... no cabe duda, los hemos sorprendido durmien-
do y no hay que darles tiempó a que se defiendan,
Ordenó una carga á la bayoneta qua fué ejecutada con una rapidez y
aProjo digna de mejor suerte
Y decimos esto porque convertidos en verdaderas furias, los france-
Ses chocaban con los pinos y olivares ciegos de contento por el triunfo,
Persuadidos de que sus bayonetas se hundían en los pechos humanos.
Un curro de horca duró esta lucha contra un enemigo fantástico
Sta que el émulo de Don Quijote, esto es, el capitán Bernabé, ordenó
)
qUe cesara el ataque ya que el enemigo, según él yacía ensangrentado,
S : y
Obre la alta hierba.
Pero ¡oh terrible decepción!