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Deseoso el capitán Bernabé de hallar á su paso algún ser viviente en
quien descargar toda su cólera, no quiso seguir el mismo camino que
habia recorrido para llegar al bosque.
Siguió este adelante y se halló ante un desfiladero que separaba dos
montañas y que se comunicaba con la sierra de Galinda.
Los soldados marchaban abatidos y silenciosos, efecto de la vergilen-
za que sentían por la singular aventura que les había proporcionado el
ardid de un guerrillero.
Todos hacían votos para sí, de tomar la revancha en el primer en-
«cuentro que tuvieran con las tropas españolas, ó bien en el primer pue-
blo que entraran á saqueo.
De repente se oyó un estruendo espantoso.
Se hubiera dicho que las dos montañas que bordeaban el desfiladero
se habían desplomado sobre ellos.
Envueltos entre una espesa y negra nube de humo, lanzaban gritos
de angustia. dolor y rabia.
Numerosos heridos, se revolcaban en su propta sangre entre las
convulsiones de la muerte.
Ninguno de ellos tuvo la serenidad suficiente para reflexionar en la
causa de aquel infernal derrumbamiento, porque efectivamente, en esto
creían los franceses.
El mismo capitán Bernabé, que tanta reputación de valor había con-
quistado entre los suyos, se quedó de momento como petrificado, y ma-
quinalmente y á impulsos del instinto de conservación, se echó al suelo
y se arrastró hacia unos matorrales, sin cuidarse para nada de sus sol-
dados, á quienes creía sepultados entre la lava de un volcan.