LA MÁSCARA ROJA 109
—¡A las armas, á las armas!-—volvió á escuchar extremeciéndo-
Se. —¡Ahí están los bandidos!
Pedro no se desvió del sitio en que estaba.
Las oleadas de los fugitivos, le arrollaban y le confundían, pero nada
podia sacarle de la fascinación que en aquel memonto se apoderó de su
mente.
El enemigo estaba alli, cerca, ly cerca de su casa, donde no había
más que indefensos heridos y una débil mujer. ]
—¡Quién sabe si estos foragidos habrán saciado sus feroces instintos
_'£ aquellos seres que gemían en mi pobre cortijo! —se decia para si, cu-
briéndose su varonil rostro de mortal palidez.
De repente y al través - ba los rumores. lejamos producidos por mn
tambores y el pueblo, oyó Pedro una voz que decia: da
—¡Están saqueando, las casas... en el monte han incendiado los cor-
tijos!.. É y l
Un vértigo furioso se apoderó del j joven leñador.
o por su razón y emprendiendo veloz carrera, atravesó la pobla-
ci n % di
Los franceses ion detenaa: pero él demanda á los que pre-
- Tendian cortarle el paso, siguió su carrera hacia el monte,
El desorden en el pueblo, le permitió continuar su camino, porque
€ todas partes, los hombres acudían á las armas y las had se
levaban á sus hijos en los brazos. eo POE '
Nadie más reparó en él. :
De aquel modo atravesó el lruho y tortuoso Asudera: entró. en cal
9Sque y corrió como un loco por el lado que conducía á su casa.
Por fin llegó, agotadas sus fuerzas y próximo á reventar el pecho con
AS palpitaciones violentas de su corazón.
Un grito agudo, uno de esos gritos imposibles de idas ia de su
Sarganta. :