— ¡Ay de mi! —exclamó secando una lágrima el anciano.—Yo miraba
con humedecidos ojos los campos asolados. nuestros templos y museos,
Saqueados y destruidos por las llamas, las ciudades y pueblos reducidos
4 escombros; oía extremeciéndome, los llantos de las viudas y de los
huérfanos y la desolación de las esposas y de los ancianos; los horrores
de la guerra me causaron espanto, pero pensé en mi hijo, comprendí el
acerbo dolor que desgarraba el corazón de tantos otros españoles y me
Volvi fiera contra aquel inhumano enemigo. El verlos caer á mis pies
Sta el encanto de mis días y la destrucción y la muerte en sus batallones
Mi más satisfactorio deseo. Llamé á mi lado á mi segundo hijo para que
iciese sus primeros ensayos bajo mi dirección. En vano su madre me
Pidió anegada en llanto, que lo dejase en casa. Me hice sordo á sus rue-
805 y mi hijo vino al ejército. Ya sabeis que la guerra ha ido en aumento
Y Parece interminable, es mucho empeño el de esos franceses, de apo-
JYerarse de este hermoso y rico suelo, como del resto de Europa.
—No soy de vuestra misma opinión, —dijo Ricardo,—yo creo por el
. SOntrario, que el poderío de las armas de Napoleón toca á su fin.
—¡Ojalá Dios os escuche! —repuso Otenza brillando sus ojos de ale-
$Ma.—¡Oh guerra! ¡Detestable guerra!
—Si, detestable guerra, —repitió el guerrillero, —ella rompe los más
_ “Sirechos vínculos de la naturaleza y del amor.
—Los enemigos, —prosiguió el anciano,—ya no huían como hacían
ea Un principio, nos esperaban á pie firme y no pocas veces como habreis
iénido ocasión de ver, nos forzaban y rompian las más aguerridas filas,