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LA MÁSCARA ROJA : 19
Algo respuesta de la honda impresión experimentada, la joven prosi-
guió, velados sus hermosos ojos por las lágrimas:
—Hace pocos días que llegamos á Valcarlos, donde debía decidirse
de mi aciaga suerte... El jefe francés de quien era cautiva, me condujo á
una casita, donde me instaló sola: y allí vino á verme á la caída de la
tarde de ayer... Yo al verle me sobresalté... él me anunció que esta mis-
ma noche el ejército del general Soult se Propleaia á franquear el paso
de Roncesvalle y que se veía obligado á dejarme y de un modo brutal,
me reiteró sus insensatas pretensiones, diciéndome que era en vano me,
resistiera, pues estaba en su poder y mi vida le pertenecia... Yo caí de
rodillas y temblando de espantó le supliqué me entregara á mi hijo y á
mi madre. «—¡Mas tarde los verás! me contestó con una calma aterrado--
ra, ahora has de ser mía». Y al decir estas palabras, me cogió brusca-
mente los brazos, sus dedos me parecieron tenazas de hierro... ¡ah, no
sé lo que pasó! La desesperación me dió fuerzas, luché con qual mons-.
_ truo que después de haberme arrebatado de mi humilde pero dichoso
hogar, en donde aguardaba la vuelta del padre de mi hijo, para legitimar
ante los hombres. nuestros corazones que ya estaban unidos ante Dios,
intentaba con salvaje brutalidad atropellarme. En aquel mismo instante,
Se oyó un fuerte tiroteo por los alrededores de la casa, el francés 2 ñÓ
despavorido al campo y en su precipitación dejó la puerta abierta, tras
él salí yo... la noche habia ya cerrado y caminé á la ventura ocultándo-
Me entre unas breñas de la falda de la montaña. |
Julita miró 4 Navarro y añadió.
-—Y fuisteis vos mi salvador. . aquí me habeis doRdlicido á pesar de
ignorar quien era, pues no pude contestar á las preguntas que me diri-
gisteis, el terror había paralizado mi lengua y tan solo pude articular mi.
nombre, más el relato de este anciano me ha devuelto el habla y doy
gracias al cielo que: me permite poderos expresar mi eterno agradeci-
Miento. É
- — Aquellos disparos que os salvaron iban dirigidos á il pero decid-
Me, ¿y el padre de vuestro hijo? sel
Se engrandecieron los negros ojos de la j joven Ye señalando al ancia- -
no, dijo con voz desfallecida:
_—Acabo de saber que murió en el campo de batalla... le conocí en
aldivia, nos amamos y juró hacer de mi su esposa; vos le llevásteis
“onsigo á la guerra y he oido que cayó herido á vuestros pies. Si, noble
ee el hombre que era dueño de mi corazón, el depositario de mi
: £Tnura, el padre de mi hija, de aquella niña que arrancásteis de las
o que destruían la choza de mis padres y que fué también mi cuna,
4 vuestro hijo mayor que como vos se llamaba Marcelino Otenza.
Po
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y