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LA MÁSCARA ROJA ; : 120)
—¡Os agradezco vuestro servicio! —contestó el guerrillero.
El aldeano saludó respetuoso y se alejó, mientras qne Ricardo llama-
ba resuelto en la verja.
'Transcurrieron algunos segundos y la puerta de hierro fué abierta,
apareciendo la doncella.
—¿La señora Marquesa de Torres Blancas? —preguntó n nuestro joven.
—¡Pasad! —ordenó la criada.
Y pasó el guerrillero que fué conducido á presencia MS la marquesa;
que permanecía en la misma actitud que la hemos dejado y que á y vOz
de su doncella, se habia puesto de pie.
Al ver á Navarro, un ligero temblor agitó su delicado cuerpo y
mortal palidez cubrió su rostro. ¡
El joven se inclinó respetuoso.
— ¡Señora! —exclamó. —He sido avisado de que deseábais verme y me
he apresurado á complaceros.
—¿Sois Ricardo Navarro, el guerrillero id ella pro-
curando fingir en lo posible su voz.
—El mismo.
—Veo que mi mensajero ha cumplido lealmente la misión que le he
encomendado. ;
—Misión bien difícil por cierto, señora.
La doncella se había retirado discretamente.
—¿Por qué?—repuso la marquesa.
—Por los peligros á que se ha visto expuesto para llegar hasta el
monte en noche tan mala y rodeado de enemigos.
—Sí, lo comprendo, pero era preciso y.
Se interrumpió la marquesa y Eoñalaado una silla á Ricardo, tomó
ella asiento en otra, junto á la ventana, prosiguiendo: :
—¿Y dónde habeis dejado á ese joven?
Se nublaron las facciones de Navarro.
—¿Cómo, no ha llegado aún?—exclamó.
—No lo he visto.
—No cabe duda, habrá caldo: en poder de los nenes . ¡Oh, seño-
ra, que remordimiento el mío, de no haberlo acompañado hasta aquí!
—¿Y por qué no lo hicísteis?.
- —Porque me fué imposible. y
Y el guerrillero contó su entrevista con el fingido Ardoz, y el com-
bate en que éste había tomado parte, acabando con la den pedida en el
momento que de nuevo se presentaba el enemigo.
Ella lo escuchó extremeciéndose de vez en cuando al oir de labios
del guerrillero las dulces frases q dirigía á María.