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CAPITULO IX
A
La mu r:a.
A marquesa levantó la cabeza, separand> de
A. su frente algunas negras hebras de sus ca-
“e! bellos, y dijo;
—¿Ha vuelto usted a ver a esos niños?
—Sí, Dorotea. Yo los salvé de la indignación de los
concurentes al baile y de la servil de los lacayos de usted.
Pude llevármelos con el pretexto de averiguar quién los
había introducido en el salón.
—Y bien... ¿Qué ha hecho usted de ellos?
—¡Yo! ¿Soy yo quien debía tomar determinación algu-
na? Eso... usted dirá, señora marquesa.
—Pero ¿sabe usted dónde poderlos encontrar?
—Seguramente. ¿Cree usted que iba a perder su pista,
sobre la que me puso la casualidad?
—Es preciso pensar qué hemos de hacer de esa niña.
—¿Desea usted asociarme a algún acto de justa repa-
«ación?