992 LOS ÁNGELES DEL ARROYO
—-Sí, señora, el mismo.
—Se la habréis reclamado.
—¿Y con qué derecho? El dice bien. No somos sus pa-
dres; si durante cuatro años hicimos las veces de tales, él
lo ha hecho otros cuatro. Nosotros la tuvimos en la mise-
ria, y ellos la han hecho una celebridad artística. Todo se
lo debe Marieta a la Santoliani y a Carioli. Entre ella y
nosotros no existe ni el recuerdo,
—Pues es preciso que yo vea a Marieta, que sepa que
soy su madre, que me la lleve conmigo.
Co!ás movió la cabeza con ademán de duda.
—¡Cómo! ¿Crees que me la nieguen?
——Señora... Usted no puede hacer eso.
—¡Cómo! ¿Que no puedo?
—Piénselo bien, ref.exione despacio y verá cómo es im-
posible lo que usted pretende.
—¿Y por qué?
—Usted se debe al mundo; usted, señora, no puede
arrojar su honor por la ventana, declarándose madre de
Marieta... El mundo...
—¿Y qué me importa a mí el mundo si puedo tener a
mi lado a mi hija?
—¿Y cómo comprobarlo que es de usted? ¿Q :é deta-
lles puede dar de ella, qué de su origen, que no des-
cubra una acción vituperable en el orden moral y de
los sentimientos? ¿Había de decir que fué... adúltera y
que para ocultar su falta entregó su hija al torno de
una Inclusa? ¡Oh! Semejante confesión la llenaría de
oprobio. Piénselo usted bien, señora marquesa. Yo la