94 LOS ANGELES DEL ARROYO
do en el borde del rico mueble, estuvo contemplando la
cabeza de la mujer, que parecía mirarle y sonreirle.
Era el retrato de una hermosa, de ojos grandes, ne-
gros y expresivos, y llenos de pasión.
Vestía un traje blanco de tela transparente, a través
del cual se notaba el sonrosado de las carnes, y entre su
amplio escote las misteriosas ondulaciones de un seno
virginal y firme,
RR.
—¡Pobre Eleonora! —murmuró Eduardo—. ¡Pobre már-
tir de una pasión no correspondida! ¿Por qué no te co-
nocí antes que a ella? ¿Por qué, aun creyéndome vilmente
engañado, no te amé como eras digna de ser amada? ¡Ah!
Nunca creí que se pudiera morir de amor, y yo te ví lan-
guidecer y morir entre mis brazos, pidiéndome, como un
favor supremo, un beso, que mis labios recogieron en los
tuyos con tu último suspiro...
Eduardo secó una lágrima que se deslizó de sus ojos,
y después de contemplar aún algunos minutos aquella
imagen fiel de la mujer muerta de amor, volvió a bajar el
aparato de la lente y cerró el mueble de maderas precio-
sas. Aquella escena se repetía todas las noches al acostar-
se y al levantarse por la mañana Eduardo.
¿Quién era aquella mujer del retrato?
Llamábase, o se había llamado más bien, Eleonora
Sebastiani, una joven de dieciocho años, criolla de Jamai-
ca, y a quien Eduardo debía su gran fortuna.
En otra ocasión conoceremos la triste historia de esta
infeliz, víctima de una funesta pasión por Eduardo, que la
condujo al sepulcro lentamente,
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AA