LOS ANGELES DEL ARROYO 1069
pasillo de las plateas que terminaba en una puerta que co-
municaba con el escenario.
—¿Ha empezado ya el ensayo? —preguntó al encargado
de aquella puerta.
—No, señorita. Creo que sólo la esperan a usted.
—¡Ah! ¿Por mí? ¿Pues qué falta les hago para ensayar
el «Macbeth»? ¿Voy a hacer yo el papel del rey?
Y María pasó adelante, entrando en el escenario por
entre los bastidores.
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El aspecto que presentaba el escenario a aquella hora
y para aquel acto, era el mismo de siempre, el universal-
mente conocido en todos los países y por todas las com-
A pañías de actores, de cualquier género que sean.
Una media luz tristona, aún disminuída por el hielo
formado por el exterior de los cristales de los ventanales
del escenario y los de las galerías, dejaba la platea en una
Opaca penumbra y bañaba con luz de luna el escenario.
En éste había una mesa cubierta por el clásico tapete
de bayeta verde, detrás de la cual se sentaba el director
de escena, que, a la sazón, éralo Ernesto Bianchi desde
que murió Carioli, el marido de Emma, y él habíale susti-
ftuído en todo... y por todo, como actor de carácter y di-
stector, y un año después, cuando se evaporaron las lágri-
Mas de la viuda, en el amor de ésta, que quiso premiar de
este modo una constancia de diez años en amarla, sin hasta
- entonces tener esperanza de conseguir el amor de la mujer
de quien estaba tan ciego como respetuosamente enamo-
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