LOS ANGELES DEL ARROYO
—¿Y qué?
—Hasta mañana no me lo puede dar, porque no ha
cambiado un billete de mil francos.
—¡Mira qué! Que me dé a mí el billete grande y cam.
biado de bolsillo... ¡digo! si se cambia pronto... ¡No sé!...
—Ten paciencia hasta mañana y calla, te tendrá mejor
cuenta.
—Es que no tengo un cuarto,
—¿Para qué gastas tanto? Necesitarías las rentas del
Czar de Rusia para estar satisfecho. No te bastan los cien-
to cincuenta duros que reunes entre lo que te da Ramón
y lo que te puedo dar yo, y no sé con el tiempo qué es
lo que vas a necesitar. :
—Dinero,
—¡Ya, sí, dinero! Pero tú crees que es una mina inago»
table ésta, y no estás contento con lo que se te da.
—Mientras tú gastas dos mil pesetas en un vestido...
YO...
—Y bien, ¿y qué? ¿No soy yo la mujer del duque?
Gasto lo que me da la real gana, y tú...
— Qué, ¿ya vas a sacarme que me protegiste cuando
emigrado en París, y que si fué que si vino?
—Y si te lo recordase no tendría nada de extraño, por-
que eres muy desagradecido. No me hagas que me arre-
pienta de haberi2 protegido como a otro de los amigos y
amigas que nos reuníamos cuando chicos.
—Vosotras habéis hecho fortuna; pero nosotros...
—No puedes quejarte por tu suerte. Ya no eres el Chato
de Carabanchel, como cuando cogíamos puntas de ciga-
tros y dormíamos revueltos en las cuevas del Príncipe Pío
A
A mn mu