1116 LOS ANGELES DEL ARROYO
zos y brillantes, los largos cuellos forrados de telas almi-
donadas y brillantes como porcelana, para ver a la célebre
actriz en el mejor de sus papeles, según decían los perió-
dicos de aquel día, que anunciaban el beneficio de la San-
toliani dedicado al gran duque X.
El aspecto de María Stuardo era, a no dudarlo, impo-
nente, pero no el ideal poético creado por Schiller,
Todos a una pensaban que hubiera estado por ella me-
jor caracterizado físicament2 el papel de Isabel de Ing a-
terra, que se concibe corpulenta, majestuosa, arrogante y
soberbia, tipo que parece reclamar una mujerona de mu-
chas-libras como Emma Santoliani,
Y, sin embargo, el genio creador de la eminente ac-
triz había sabido dar a su figura, demasiado «corpórea»,
toda la idealidad posib'e; y las inflexiones dulcísimas de su
voz y la fl. xibilidad de su cuerpo, hacían olvidar su abun-
dancia de materia e idealizarla hasta el punto de encon-
trarla joven y poética.
La Santoliani se hizo perdonar su anchura de caderas
y la morbidez de su cintura, y la abundancia de formas,
y la anchura de cuello, que hubiéralz costado grande-
mente al verdugo de Londres dividir con el hacha de un
sólo go'pe maestro, como el que le había dado fama en-
tre todos sus colegas de Europa.
Aquella María Stuardo era para oída y no para vista,
a no ser dentro del más exagerado convencionalismo.
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Al fin entró en escena Nicolás,