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1120 LOS ÁNGELES DEL ARROYO
cipe no separa los gemelos de ella. La sigue a todas par-
es; pero sólo una vez se ha mostrado galante, regalándo-
la un ramo de camelias magníficas, la noche que Marieta
representó «La dama de las Camelias», en la que yo hacía
de Armando Duval.
—¿Y ella aceptó el ramo?
—Sí, pero el ramo no hizo más que figurar en la esce-
na en un jarrón.
—De modo que ese príncipe, si es casado, ¿qué es lo
que pretende?
— Figúrate.
—Pues eso no puede ser—dijo Nemesio—. Digo, por-
que todavía Marieta es la hija de los golfos; y aunque ya
no lo somos ninguno de aquel tiempo, menos el Cojo,
que es:á extinguiendo condena de veinte años en Ceuta,
somos sus padres propios mismos, y no habremos de per-
titir que un señor oso de estos de Siberia se divierta con
la chiquila, que debe reunir prendas, ¿no, Colás?
— ¡Ah! ¡Es tan hermosa... tan hermosa...!
— Qué tú, Colás, me parece... me parece que estás ena-
morado de ella, pobrecillo,.. —dijo Clara, sonriendo,
—Yo no sé, Clara; pero tú sabes lo que, tanto el Pun-
ta... digo... Enrique de Camposagrado, como yo, quere-
mos a Marieta; sobre todo yo, que fuí quien la recogió en
el torno de la Inclusa... Pues bien, Marieta no se ha sepa-
rado jamás de mi memoria...
—¡Después de tantos años!...
—Si, Clara; y creo que a su recuerdo, a mi esperanza
de vivir de nuevo. en estrecha amistad y confraternidad
con ella, debo yo el ser hoy actor,