LOS ANGELES DEL ARROYO
Yo creo que juzgaba aquella disposición tuya como casi
una enfermedad infantil, que terminaría en la pubertad.
Y, por lo visto, la enfermedad hizo crisis...
. —Sí, porque mi fuerza de voluntad la dominó. Yo bien
comprendía que la niña trágica era una notabilidad y que
la joven trágica sería una medianía al lado de una emi-
nencia como Emma.
Ella también lo comprendía y lo esperaba así. Pero yo
resolví que, o dejaría el teatro completamente, o me pon-
dría a la altura de mi profesora y directora.
Esto no era lo que convenía a Emma, pero era lo que
me convenía a mí.
Empecé entonces a estudiar con afán los tipos y las
costumbres y los trajes de los personajes, así históricos
como de pura fantasía, y supe asimilármelos de tal suerte,
que hice de cada uno una creación o una evocación, por-
que ni el actor ni el escritor pueden representar ni descri-
bir con facilidad tipos, épocas y costumbres que no le
sean muy conocidos y con los que esté muy familiarizado.
Al célebre Rossi le oí referir, hablando con Emma,
que para estudiar el «Soullivan» en la escena culminante
mes asistiendo a las tabernas para aprender a hacer el bo-
rracho, y no aprendió nada allí, porque todos eran borra»
chos groseros y ordinarios y ninguno le daba el tipo de
caballero ebrio, hasta que asistió a un banquete en Ingia-
terra, en casa de un par, y allí estudió distintos tipos, des»
de el que rodaba debajo de la mesa hasta el del lord que,
completamente borracho, hacía esfuerzos para conservar
su gravedad, Pues eso hice yo desde que ya no fueron
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