LOS ANGELES DEL ARROYO
— ¡Qué sabe ustedl
—Clara es un ángel.
—¡Oh! Un ángel... del arroyo — dijo irónicamente
victor.
—Si en el arroyo los hay, Clara, repito, es uno de ellos.
—¿La conoce usted entonces a fondo?
—Ella fué la madrina de bautismo, conmigo, de su hija
de usted.
—¡De María!
- —No creo que tenga usted otra.
—Verdaderamente, así es.
—Pues Clara es la madrina de Marieta.
—No por eso dejará de ser lo que ha sido...
—¿Y qué ha sido, señor Letamendi? ¿Qué ha sido esa
pobre muchacha?
Una infeliz niña sin padres: su padre un borracho,
que mató a su mujer de una patada en el vientre, y él
murió de «delirium trernens», dejándola en poder de una
bribona que la vendió al duque.
¿Quién ha podido alabarse después de habería po-
seído?
Clara se ha conservado pura para el hombre que
compró sus primicias y sus encantos, un hombre viejo, a
quien ni amó, ni ama, sino como a un padre, y que está
perfectamente seguro de su fidelidad.
¡Ha conocido usted un caso más raro!
¿Se parece esa mujer inferior a la que aprovecha la
ausencia de su marido para entrar en relaciones adúlteras
con su antiguo amante, del que tiene una hija, a la que
condena a morir en la Inclusa o a vivir huérfana de padre
y madre?