TOS ANGELES DEL ARROYO
—Yo na sé... A un vieja...
-— Vaya... Tú estás entavía dormío, Punta,
—Que te digo que no, hombre.
—Pero ¿lónde quieres que vayamos?
—Por a1í... Donde no nos quiten la niña,
-—¡Ar, la niña!
—Ya no te acordabas...
—¿De qu?
—De que hoy tenías que ir a casa de ese don Eduardo
o den... demonio con Marieta.
— ¡Pues es ver Jad!
—¿Y pa qué? Pa alguna pillería, quizá.
—¿Una pillería?
—Sí, hombre... Yo he pensado mucho esta noche en
dos o tres veces que me he despertao, y te digo que lo
que ese señor ha hecho, no me parece ni tanto así de
bien hecho.
—¿El qué?
—El llevaros a los dos hechos unos astrosos, en
medio de ese baile, donde había señoras y caballeros mu
bien trajeaos. ¿Y pa qué? Pa darla un disgusto ná más
a esa señora marquesa, porque a otra cosa no ha tirao;
¿comprendes tú?
—Gúeno: pero si ahora la quiere entregar su hija...
—Eso es lo que tú no sabes.
—Entonces, ¿qué?
—¿Qué? Pos suponte que ese don Eduardo, que ya
4 mí no me ha gustao nunca desde que me cijiste que
la había escupío en la cara a aquella probe, lo cual que
eso no lo hace el chulapo más indecente, figúrate que
Brit