1444 LOS ANGELES DEL ARROYO
—¡Oh! Un duelo por tan poca cosa.
—Yo sé lo que me hago, condesa. Ese mozo me debe
una estocada.
—¡Ah!, bien... si quiere usted que se la dé...
-—No... El no sabe más que jugar la navaja y se bate a
cañonazos.
—¿Cómo es eso?
—¡Oh! Es cosa muy divertida. Ya se lo contaré a usted
después que mande a ese quíndam de comiquillo al hospi-
tal para que no trabaje más en San Petersburgo.
Y habiendo llegado al lugar que en el centro de uno
de los testeros del salón estaba sentada la gran vuquesa
con otras damas de alto rango, el príncipe abandonó el
brazo de Alej.ndra, diciéndola:
—Gracias, condesa; ¿bailaremos juntos el cotillón?
—No, príncipe... creo que ya no bailaré más en toda la
noche.
—¿Se siente usted mal?
—Me ha afectado bastante ese desagradable incidente
con ese joven, y...
—¡Oh! No tenga usted cuidado, condesa: no, no corre-
rá la sangre al Neva; procuraré no hacer más que inulii-
zarle por unos cuantos días.
-—Mucho le agradecería a usted que desistiese de esa
niñería. >
—¡Oh! ¿Para que vea justificada la opinión que ha for-
mado de mí?
—¿Qué opinión?
—Nada, condesa, nada... No tiene él la culpa, sino el
descalabazado que le ha hecho venir entre personas de
A AS >