LOS ÁNGELES DEL ARROYO
«Pos... nos llevó un caba'lero...
—¿No sabes cómo se llamaba ese caballero?
—Se llamaba, se llamaba don Eduardo.
—¡Ah, don Eduardo! ¿Don Eduardo, qué? ¿No sabes
el apellido?
—No, señor.
—¿Y para qué os llevaba al:í tan mal vestidos y tan
sucios?
—Pos... no lo sé, señor. El mos dijo que allí vivía la
madre de ésta...
—¿La madre de ésta?
—Sí, señor.
—¿Y quién os dijo que era su madre? e
—Una señora mu guapa a quien ésta la pidió una li-
mosna y la besó una mano, como mos dijo el caballero
que hiciera.
—¡Ah, la marquesa!
—Si, señor; una marquesa es esa señora.
—¿Cómo se llama esta niña?
—Se llama María de los Golfos y de Dios.
—¡De los Golfos!... ¡Extraño apellido, muchacho!
—No tiene otro, porque es hija de los golfos, de tóos
nosotros, y de mí mayormente, que la he criao a mis pe-
chos como el otro que dice.
—Y... ¿no habéis vuelto a ver a don Eduardo ni a la
marquesa?
—No, señor, porque...
—¿Por qué?
—Por ná... Porque no queremos. Eso es.
—¡No queréis! ¿Y por qué?