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LOS ÁNGELES DEL ARROYO 161
Aparte del cura, el sacristán, el médico, el boticario y
el notario, apenas había tres o cuatro vecinos de La Jun-
cosa que supiesen mal leer y peor escribir.
Sólo en los caseríos de los contornos, como ya hemos
dicho, existían hijos de rústicos hacendados que, influídos
por la corriente: de los tiempos, habían dado educación
literaria o científica a sus herederos.
En cuanto a las ricas hembras de La Juncosa, permane-
cían aún como en los tiempos en que se evitaba que la
mujer supiese otra cosa que gobernar su casa y recoser la
ropa de la familia.
Apenas si en cinco leguas a la redonda se había encon-
trado una hija de hacendado que supiese leer ni escribir.
Nacían allí y vivían allí, y allí se casaban v se morían;
ignorándolo todo menos sus deberes cristianos, que las
enseñaba el cura desde el púlpito, y sus deberes de esposas
y de madres.
Era aquella una población, si bien muy moral, en esta-
do primitivo en punto a ilustración.
Y tan acostumbrados estaban a esto los junquenses,
que jamás intentaron establecer una escuela local para cada
uno de los sexos.
Tal vez aquella santa ignorancia les hiciera más felices
que la civilización hace a los habitantes de las ciudades.
Pero doña Eulalia, que había recibido una esmerada
educación en su juventud, en una pensión, no era del pa-
recer de sus comvecinos, y aunque la costó algunos años
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