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LOS ANGELES DEL ARROYO 163
El anciano pudo apreciar las buenas cualidades de
Aurora, y, enterado de su situación, la rogó que compar-
tiese con él lo poco de que disponía y le cuidase como a
un padre y él tendría en ella una hija.
Aurora, libre de las persecuciones del vizconde y
resuelta a no volver a ver a Dorotea, lo que la costaba
muchas lágrimas, aceptó el ofrecimiento del anciano,
quien desde entonces tuvo un apoyo y un guía, siempre
que salía de su casa.
Alguien habló al pobre señor ciego de las aguas del
manantial de Santa Lucía, en La Juncosa.
El hijo, de quien recibía la pensión de veinte duros
mensuales, y que estaba casado y con hijos, le entregó la
suma estrictamente necesaria para el viaje suyo y el de
Aurora, que debía acompañarle, y ya hemos visto el
resultado imprevisto de aquel viaje funesto.
Tal había sido la sencilla historia de Aurora en los
primeros tiempos de su separación de Dorotea,
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Hacía cerca de cuatro años que vivía ignorada de
todo el mundo en aquel también ignorado rincón de Cas-
tilla, y feliz en lo que cabe serlo en este valle de lágrimas,
en el que cuando no son las desgracias presentes, las
contrariedades y los desengaños, son los recuerdos los
que amargan la existencia.
Habíase ido cicatrizando la terrible herida que produjo
a Aurora el grosero e incivil insulto de Eduardo, digno
de un rufián de baja estofa y no de un caballero, y que