LOS ANGELES DEL ARROYO 9
Pero de súbito. una mano enérgica le detuvo por un
brazo, y una voz trémula de hombre, dijo con ira:
—«¿ Negarás tu infamia?
—¡Eduardo! —exclamó la joven al volverse y reco-
; nocer al que la detenía.
Y la sorpresa y el espanto fueron tales en la infeliz,
que hubo de apoyarse en la pared para no caer al suelo.
con la criatura.
Su rostro, densamente pálido, parecía el de un ca-
dáver.
—¡Eduardo! ¡Amor mío! —exclamó con angus-
tia—. ¿Qué supones? ¡Soy inocente!
— ¡Inocente! Por vida mía, que es necesario mucho:
aplomo para pronunciar esa palabra, teniendo en brazos.
el fruto de tu culpa.
—¡Oh, no, no! ¡Te equivocas, Eduardo mío! Yo
te probaré...
—¿De qué modo? Si no es tuyo ese hijo, de quién
puede ser, Aurora?
—De... ¡ Ah, pobre de mí, que no debo decirlo !.
El llamado Eduardo, apuesto y elegante joven de
unos veintiséis años, moreno, guapo, de negros cabellos
ondulados, lanzó una carcajada.
— ¡Eduardo mío! ¡Por Dios! ¡Yo te amo!—ex-
clamó la joven—. Yo soy honrada. ¿Cómo puedes
creer...?
—Palabras... ¡Una prueba!
—¡No puedo! ¡Dios mío! ¡No puedo decir nada 1
—¿Lo ves? ¡Mientes! ¡Mientes! ¿Y por ti luché:
Tomo 1-2 y Mo