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202 LOS ANGELES DEL ARROYO
la hora en que abandonaron Madrid por aquel tonto te-
mor de que pudieran quitarles a Marieta.
—¡Reconcho! —decía Colás—. Todo por haberte hecho
caso, Punta. Si no, con habernos mudao de casa a la otra
punta de Madrid se hubiera quedao sin saber dónde esta-
ba Marieta.
—Tienes razón. Hemos sido unos «lipendis».
—De modo y manera que hemos quitado a la chiquilla
que sea marquesa y rica señorita, nada más que por el
egoísmo de tenerla con nosotros, y la hemos dejao aban-
doná en manos ajenas y ni sabemos nada de ella ni Dios
sabe si la golveremos a ver.
Y Colás movía la cabeza, dándose puñetazos en ella y
vertiendo lagrimones como garbanzos.
—¿Crees tú que ese Ruperto la tratará bien?
—i¡Yo qué sé! ¿Sé yo acaso quién es ese hombre?
Yo estaba tan atortolao esa noche, que cuando vi que
Marieta se iba a quedar sola y que había alguien que me
prometía cuidar de ella, vi el cielo abierto y la dejé confiada.
—Más vale que sea ese, que parecía buen hombre, que
no que se la dejásemos al Cascarrabias, que debe ser un
tío más malo que arrancao.
—Sí; pero ese Ruperto yo no sé quién es, ni si está
parando mismamente en la posá o es del pueblo, o no
está más que de paso. Y si se ha ido de La Juncosa y se
ha llevao a Marieta...
—Lo malo es que nos tengan en la cárcel mucho tiem-
po, como los ladrones de verdad.
Lo que yo quiero es que se ponga delante de mí el
baturro ese que dice que hemos sido nosotros los que le
hemos robao.